Lo primero que me llamó la atención al llegar a Tel Aviv fue descubrir la ausencia de tinacos en las azoteas de las blancas casas israelitas que se apilan a lo largo de la autopista que conduce de la capital judía a Ramallah, el oasis palestino. Detalle insignificante si ese país no estuviera asentado en una de las zonas más áridas del mundo, donde sólo tienen fuertes lluvias 20 días al año.