Oppenheimer o la urgencia del matiz
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Oppenheimer o la urgencia del matiz

Rodrigo Coronel

Robert J. Oppenheimer llegó al mundo la posibilidad de su destrucción. La bomba atómica no podría resumirse a una simple herramienta disuasoria en un escenario concreto, el de la Guerra Fría, o al menos no sólo a eso; se trataba de un arma inédita para el futuro mismo de la civilización. Al colocar en las manos de la humanidad esa facultad terrible, paradójicamente también le concedió la más grande garantía para el ejercicio radical de su libertad.

Por primera vez en la historia, un solo acontecimiento, la detonación de ese dispositivo, habría significado el fin mismo de la civilización. Quien la tuviera en sus manos tendría para sí el ejercicio de un poder casi absoluto, apenas me- diado por la consciencia íntima y el horizonte de un mundo vacío, un riesgo más real de lo que nos gustaría haber aceptado.

La develación de un misterio así suena más a maldición que a un avance cuántico, literalmente, en la historia de la ciencia. Oppenheimer parece haberlo vivido como un tormento y no con el orgullo del creador. Oppenheimer, cinta de Christopher Nolan, explora la dolorosa tortura interna y externa a la que se vio sometido este físico luego de brindarle a Estados Unidos el arma más poderosa jamás hecha.

El largometraje de casi tres horas consigna los debates, las dudas y los contratiempos surgidos alrededor del Proyecto Manhattan, nombre que recibió la construcción de la bomba atómica. La trama es detonada –nunca mejor dicho- a partir de un personaje secundario, pero sin duda mediocre: Lewis Strauss, quien durante la película debe ser ratificado por el Senado norteamericano como Secretario de Comercio en el gabinete de Dwight Eisenhower, reviste las características más acabadas del político profesional: maneras suaves y conciliadoras, la ubicuidad de sus palabras, un ego voraz y una piel delgada, muy sensible.

Este personaje tuvo a su cargo la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos, lugar desde el que tuvo una influencia y visión privilegiada para trabajar con personalidades como el mismo Oppenheimer o Albert Einstein.

La película viene y va entre diferentes momentos históricos, muy en el uso del tiempo que presentan otras cintas de Nolan. La ratificación de Strauss, descrita líneas arriba, sirve como un gran marco contextual para el proceso de descrédito impulsado desde el gobierno de los Estados Unidos contra Oppenheimer, en represalia por sus llamados a la cordura en medio de la carrera armamentística entre este país y la Unión Soviética. Una operación, la del descrédito sobre el antiguo colaborador, común en la historia norteamericana.

Si bien no dejan de ser interesantes las vicisitudes que atravesaron los responsables de revelarle al mundo el poder de la energía atómica, la película es valiosa por dejar al descubierto la vida y compleja personalidad de Oppenheimer. La repentina popularidad del físico, tras haber tutelado la creación de la bomba atómica, le atrajo una atención incómoda para alguien que no es, de acuerdo con ciertos angostos parámetros, un ejemplo de linealidad.

En una sociedad como la norteamericana, invicta en materia de mojigatería, el físico distaba mucho de ser un modelo a seguir. Entre los cargos que lo harían sujeto de una investigación feroz, Oppenheimer cometió el más grave de todos en tiempos de la Guerra Fría: el de haber tenido una mente independiente y sentirse atraído por las ideas comunistas.

Por si eso no fuera suficiente, al expediente de sus pecados habría que sumar el zigzagueante criterio de Oppenheimer con respecto al desarrollo de otras armas de destrucción masiva y el empleo, ético o no, de éstas. Una postura sin duda desconcertante para los criterios estrechos. Para ellos, resulta impensable que el creador del arma más letal de todas las creadas, andando el tiempo se decantara en un pacifista convencido y promotor de la colaboración internacional en materia atómica. Pero la realidad siempre es más compleja de lo que parece a simple vista.

Incongruente y vital, Oppenheimer parece reivindicar la in- suficiencia de las visiones dicotómicas para entender a cabalidad el mundo y sus historias. Ahí radica, creo, la valía de Oppenheimer, al margen de sus muchos méritos cinematográficos, que ya otras plumas mejores habrán de apreciar y ex- poner con suficiencia.

Alegato por el matiz

Son malos días para los matices. Vivimos encerrados en una dicotomía absurda, de blancos y negros. Los grises, justo la gama cromática en la que la vida misma se desenvuelve, está vedada a la comprensión. El camino de lo correcto nunca fue tan reducido. Tirios y troyanos se han reputado la Verdad, y con fanática convicción condenan al ostracismo a quienes incumplen sus parámetros. En ese campo minado y hostil ninguna conversación es posible, ni siquiera deseable. ¿Qué cabría discutir si todo es tan claro y definitivo?

Se trata de una circunstancia extendida, propia de una suerte de compartimentación del debate público y el diseño perverso de las redes sociales. No abundaré mucho al respecto.  El que se anduviera pasando en short por todos lados. Una personalidad como la de Oppenheimer era incómoda. Y así se lo hicieron sentir. El proceso de desacreditación –que la película refleja- fue hábil y cuidadoso, certero en su propósito y desenlace: anular la credibilidad del físico, el mayor y mejor activista contra la peligrosa escalada armamentística de la época. Sin embargo, tal y como profetizaría Einstein en una secuencia de la propia película, la reivindicación de Oppenheimer llegaría tarde o temprano. “Te invitarán a comer fenómeno es bien conocido y su irrupción ha permitido explicar algunas de las debacles políticas más escandalosas en los últimos años: Trump, el Brexit, la emergencia de la ultraderecha en Europa y Latinoamérica. No es un fenómeno novedoso, aunque en la última década su influencia haya sido decisiva. Sociedades modernas están marcadas por una polaridad radical. Pienso en Estados Unidos y la distancia cada vez mayor entre sus habitantes.

Fruto de esa marcada delimitación de polos opuestos, aquél país carga con una bien ganada reputación de mojigatería. Pensemos, por ejemplo, en las iniciativas por ponerle pantalones al Pato Donald, o solicitarle al actor Burt Ward, quien interpretaba a Robin en la icónica serie sesentera de Batman –el “Batman gordo”, para mayores señas- hacer lo posible por disimular sus genitales, porque qué barbaridad que se anduviera pasando en short por todos lados.

Una personalidad como la de Oppenheimer era incómoda. Y así se lo hicieron sentir. El proceso de desacreditación –que la película refleja- fue hábil y cuidadoso, certero en su propósito y desenlace: anular la credibilidad del físico, el mayor y mejor activista contra la peligrosa escalada armamentística de la época.

Sin embargo, tal y como profetizaría Einstein en una secuencia de la propia película, la reivindicación de Oppenheimer llegaría tarde o temprano. “Te invitarán a comer salmón en sus salones”, le dice. Y así ocurrió durante la administración John F. Kennedy y Lyndon Johnson, quienes le otorgarían el galardón Enrico Fermi.

No obstante, el tiempo transcurrido y las bien conocidas posturas de Oppenheimer -en las que, por lo demás, llevó razón-, sospecho que aún ahora desconcertará a no pocos cultores del mundo en blanco y negro. Es lo esperable. Los juicios rotundos e inamovibles parecen ser el sino de nuestros tiempos. Y ésos incluso me parecen más peligrosos que la bomba atómica. Punto para Oppenheimer. 

*Analista y periodista

12 de septiembre de 2023