A debate, elección de ministros de la Suprema Corte
Justicia, Principales

A debate, elección de ministros de la Suprema Corte

Jaime Cárdenas Gracia

Los métodos de nombramiento de los ministros en México han sido modificados durante nuestra Historia. De 1824 a la fecha hemos tenido al menos ocho métodos distintos de nombramiento de ministros. Desde 1917 a la fecha hemos tenido al menos tres métodos. El vigente data de la reforma de 1994. En el Acta de Reformas de 1847 se previó que la elección de los ministros fuese directa por voto ciudadano, aunque esa reforma no se concretó. De 1857 a 1917 el método de elección de los ministros, como el de todas las autoridades fundamentales del país, fue indirecto.

En el Derecho comparado, además del importante debate que al respecto se expresa en los Estados Unidos, existen algunas experiencias de nombramiento electivo de integrantes de los tribunales. En Bolivia, los magistrados del Tribunal Constitucional son electos por los ciudadanos. El procedimiento en ese país no ha sido exitoso debido principalmente a la intervención del estamento político en las designaciones y al hecho de que no existen provisiones en la legislación boliviana para dar a conocer los antecedentes y hoja de vida de los aspirantes. En otros países del mundo se elige popularmente a algunos jueces. En Estados Unidos y Suiza, en algunos estados y cantones, respectivamente, se elige a los jueces locales. En Argentina han existido intentos por elegir por voto ciudadano a los integrantes del Consejo de la Magistratura.

El sistema de nombramiento de los ministros de la Corte que hoy se encuentra vigente debe ser discutido ampliamente en la sociedad y por la academia. Nosotros estimamos que no es suficientemente democrático al no provenir directamente de los ciudadanos. Es un método elitista que favorece el reparto de cuotas entre los dos partidos mayoritarios, además de conferirle al presidente un peso indudable en las designaciones.

En nuestro tiempo, el Derecho positivo que crean las instituciones y órganos del Estado debe tener un origen y un fin democrático. ¿Por qué? El Derecho no puede derivar de orígenes metafísicos, ni provenir de las decisiones de un caudillo, o de un grupo oligárquico, sino que debe sustentarse en la voluntad de las mayorías —de ser posible las más amplias mayorías con respeto siempre a los derechos de las minorías—, y perseguir, una vez aprobado, fines democráticos, además de satisfacer y garantizar los derechos humanos que haya reconocido el orden jurídico constitucional y convencional, y los que surjan de las luchas sociales y de la deliberación pública.

De esta suerte, el origen y el fin del Derecho debe realizarse para satisfacer y garantizar los derechos humanos, pero ese cometido no debe obviar sus fundamentos y fines democráticos. Entre esos fines se encuentra la protección de los derechos de los más débiles, los oprimidos y excluidos, pero también de las mayorías para tutelar el interés general o colectivo, que aceptamos, nunca debe realizarse afectando los derechos de las minorías, pero que tampoco debe ser negado.

Como se puede advertir, es siempre muy importante identificar quiénes son las minorías y las mayorías, pues a veces las minorías no son los oprimidos o los más débiles, sino las élites económicas o políticas que reclaman, desde su supuesta “minoridad”, privilegios que se oponen a las exigencias de las grandes mayorías que en países como México suelen ser los más pobres.

Los teóricos del Estado Constitucional suelen poner el acento en los derechos humanos, al considerar el fundamento y fin del Derecho positivo, y se olvidan de sus fundamentos y fines democráticos. La revisión del Estado y democracia constitucional debe tomar en cuenta esa grave omisión que, a veces, parece deliberada. ¿Qué implicaciones tiene decir que el fundamento y el fin del Derecho es la democracia?

Considero que son diversos, entre ellos, los siguientes: en la producción del Derecho debe participar la sociedad, a través de representantes electos, pero también directamente; todas las modalidades de democracia —representativa, participativa, deliberativa y comunitaria— deben fortalecerse para que la sociedad tenga incidencia real en la producción del Derecho.

En la interpretación, aplicación y argumentación del Derecho también debe participar la sociedad a través de múltiples figuras como las acciones populares de inconstitucionalidad e inconvencionalidad, el amicus curiae, y la ampliación del significado de categorías como interés legítimo o hasta de interés simple, pero también eligiendo a las autoridades que interpretan, aplican y argumentan el Derecho, principalmente las de última instancia. Si se elige a las autoridades que crean el Derecho, ¿por qué no deben elegirse también por voto ciudadano a los que interpretan, aplican y argumentan el Derecho? Sobre todo, a las autoridades de última instancia, que en definitiva determinan en una nación el alcance y profundidad del derecho.

La soberanía es una de las nociones clave en esta discusión. El artículo 39 de nuestra Constitución señala que la soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo, que todo poder público dimana del pueblo y se instituye en beneficio de éste, y que el pueblo tiene en todo tiempo el derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno; el precepto nos confirma que, entre otras cosas, el Derecho positivo y las instituciones tienen o deben tener origen en el pueblo, y que sus fines, son los de mirar por el beneficio del pueblo.

Es cierto que el encanto radical del artículo 39 queda en parte matizado por el contenido del primer párrafo del artículo 41, que señala que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión y a través de los poderes y autoridades de las entidades federativas según sus respectivas competencias. No obstante, desde las reformas constitucionales de 2012 y otras, como la de 2019, nuestra Constitución ha reconocido en el artículo 35 derechos fundamentales y mecanismos de democracia participativa como las figuras de candidaturas independientes, derecho a la consulta y revocación de mandato, y el artículo 71 fracción IV de la Constitución contiene el derecho ciudadano para presentar iniciativas legislativas.

Esos mecanismos de democracia participativa, aunque limitados y deficientes en muchos sentidos, nos indican que la soberanía también puede ser ejercida directamente por los ciudadanos, y no solo a través de los poderes de la Unión o de las entidades federativas. Por su parte, el artículo 2 de la Constitución, desde 2001, reconoce el derecho de los pueblos originarios a dotarse de sistemas normativos y estructuras de gobierno propias —democracia comunitaria—. El carácter representativo del Estado, hoy en día en México, convive con la democracia directa o participativa y la comunitaria.

El concepto de soberanía inicialmente concebida por Bodin residía en el monarca, que tenía el poder de crear la ley, con Rousseau en el pueblo, con Kant en la ley, con Kelsen en el ordenamiento jurídico, con los positivistas institucionalistas como León Duguit, Maurice Hauriou, R. Carré de Malberg y Santi Romano en quién ejerciera el poder, en quien en los hechos decidiera y determinara lo que debe hacerse desde el Estado.

En el constitucionalismo mexicano, que sigue en buena medida la tradición kelseniana y el artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, la soberanía se expresa a través de la ley —el sistema jurídico—, principalmente por medio del principio de supremacía constitucional y, ahora, diríamos que también a través del bloque de constitucionalidad y convencionalidad.

Sin embargo, un análisis semántico, político y filosófico del artículo 39 constitucional no puede subsumirse en el ordenamiento jurídico y obviar el carácter sociológico, histórico, político y cultural de éste: la soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo, que es quien debe decidir el destino de la nación (la sociedad organizada políticamente).

El objetivo de la soberanía popular es el beneficio del pueblo y, por eso, el pueblo tiene la prerrogativa exclusiva de decidir cómo se organiza a la nación y al Estado. Además, el pueblo tiene en todo tiempo y para su conveniencia el derecho inalienable e imprescriptible de modificar las formas de organización política que se le haya dado. La norma más importante de nuestra Constitución es la que reconoce el principio de la soberanía; de ella se desprende todo el contenido constitucional, convencional, legal en el que nos organizamos políticamente como sociedad.

Asimismo, en la teoría democrática contemporánea la democracia representativa no significa un cheque en blanco para que el gobernante, una vez electo, decida como quiera. Los representantes no deben practicar lo que Guillermo O’Donnell denomina “democracias delegativas”, ya que están constreñidos por la participación en las decisiones públicas que el pueblo por sí mismo puede realizar, sin representantes, en distintos momentos y no sólo en los electorales. Además, los representantes están sujetos a controles democráticos y jurídicos para evitar el abuso del poder.

En la discusión sobre la elección de las y los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por voto ciudadano, se ha dicho que el actual procedimiento de nombramiento es democrático porque está previsto en el artículo 96 de la Constitución y porque participan en la designación de los ministros de la Corte dos poderes del Estado —presidente y Senado— que tienen representatividad democrática porque sus integrantes fueron electos por el pueblo.

En un sentido formal, el argumento parece aceptable, pero material o sustancialmente no lo es porque el método vigente de nombramiento deja fuera a la sociedad en sus dos etapas (la presidencial y la senatorial).

Los ciudadanos, por ejemplo, no saben, más allá del conocimiento sobre los requisitos del artículo 95 de la Constitución que deben reunir los candidatos a ministros —pues muchas abogadas y abogados del país también reúnen esos requisitos y no solo los de la terna—, bajo qué criterios el Presidente decide que terna propone al Senado; y en el Senado, los ciudadanos tampoco conocen, más allá de lo que pueda exponerse en las sesiones de comisiones cuando éstas son públicas, o en el Pleno, durante las intervenciones de los legisladores, por qué el elegido de la terna por la mayoría calificada ha sido estimado como el mejor perfil para ser considerado ministra o ministro, y los otros dos integrantes de esa terna no lo han sido.

Esto es, las razones reales o materiales de por qué el Senado decide por una persona para que sea ministro son ajenas a la ciudadanía, como lo es también la participación de ésta en ese proceso de dos fases.

Se desconoce en general en ese procedimiento de designación la ideología de los candidatos a ministros, sus vínculos políticos con los partidos, sus relaciones con los factores reales de poder nacionales y trasnacionales, y sus concepciones acerca del derecho constitucional de nuestro tiempo (críticas del constitucionalismo popular, del nuevo constitucionalismo latinoamericano, pospositivistas, neoconstitucionales, opuestas o no al neoliberalismo jurídico, etcétera).

Tampoco se conoce a profundidad qué es lo que piensan esos candidatos a ministros, por ejemplo, acerca del derecho al aborto, a la eutanasia, a los derechos en materia de género, de los derechos de los pueblos originarios, respecto a los derechos de la comunidad LGBTTTIQ+, sobre los mecanismos de exigibilidad y justiciabilidad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, o a sus concepciones interpretativas y argumentativas; verbigracia: la aplicación de criterios consecuencialistas en las decisiones judiciales.

En los procedimientos nacionales de designación de ministros no hay gran profundidad para saber lo que sostienen los aspirantes al cargo acerca de cómo se puede ofrecer mayor legitimidad democrática al poder judicial, qué reformas se deben realizar para contener o no al poder judicial en la definición e implementación de las políticas públicas, cuáles son las reformas que el poder judicial necesita, entre otros muchos temas, en donde la ciudadanía debiera contar con plena información sobre los perfiles y concepciones jurídicas e ideológicas de los candidatos a ministro.

Históricamente, salvo algunos periodos, la elección de ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha estado controlada por el poder formal (legislaturas locales, Congreso, Cámara de Diputados, Cámara de Senadores, presidente de la República). También por poderes fácticos nacionales (estamentos militares, eclesiásticos, logias masónicas, Ejército, partidos, medios de comunicación, grupos empresariales) y, recientemente, por factores de poder trasnacionales que defienden y presionan a favor de concepciones neoliberales del Derecho, por ejemplo, a favor de la privatización de las riquezas nacionales —hidrocarburos, agua, minas, etcétera— o

 para impulsar maneras de entender el Derecho a partir de principios como el de libre competencia económica, pero negando o excluyendo los principios de la economía mixta mexicana, que fueron incorporados a nuestra Constitución mediante las reformas constitucionales de 1982 y 1983 a los artículos 25, 26, 27 y 28 de nuestra ley fundamental.

El control del poder formal y/o fáctico en la designación de los ministros de la Corte no ha favorecido la independencia de ellos respecto al poder. Aún hoy en día que se dicen independientes del Poder Ejecutivo en turno, se encuentran vinculados a otros factores de poder, por ejemplo, a los partidos de oposición y a los intereses económicos trasnacionales, y juegan permanentemente en contra de las posiciones del gobierno establecido, las que suelen ser nacionalistas y que muchas veces están orientadas por fines sociales y populares.

En el discurso público, los ministros se presentan como parte de una institución, cuya finalidad es controlar al poder a través de los procedimientos de revisión de la constitucionalidad de las leyes, y de manera más subordinada a ese objetivo, como una rama del poder público orientada y destinada a impartir justicia. En los hechos, con gran parte de sus decisiones —al menos a partir de 2018— apuntalan la influencia política de la oposición al gobierno, y consolidan los intereses trasnacionales que frecuentemente son contrarios al interés general y a los derechos de las mayorías. Su dependencia ya no es respecto al Presidente en turno, al partido del Presidente, sino a otras nuevas instancias: la oposición y los intereses trasnacionales.

Por el rol constitucional de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, esta no debería ser dependiente de ningún poder formal ni fáctico, nacional o trasnacional. Tan indebido es tener una Corte dependiente del Ejecutivo como lo es que sea dependiente de la oposición o de intereses trasnacionales. En este sentido, y aunque también es importante la supervisión y fiscalización ciudadana de las decisiones de la Corte, lo es igualmente contar con una Corte que tenga la legitimidad democrática de origen, nacida de la votación ciudadana.

El método de nombramiento de los ministros no es neutral, baladí o aséptico, es por el contrario determinante para saber hasta dónde ese máximo tribunal será independiente de cualquier poder formal o fáctico. En los hechos, la actual composición de la Suprema Corte representa, respecto de los ministros nombrados con anterioridad a la actual administración, los intereses de los presidentes precedentes, del PRI y del PAN, que eran los partidos que tenían antes de 2018 la mayoría calificada en el Senado para su designación, tal como previamente a 1994 lo fueron exclusivamente del Presidente y del PRI. Muchos de los actuales ministros llegaron a ese cargo por la voluntad de personas como Felipe Calderón, Margarita Zavala, Manlio Fabio Beltrones, Emilio Gamboa Patrón, Humberto Castillejos, Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador y Julio Scherer, entre otros.

¿Cuál independencia?  ¿Cuál imparcialidad? En el actual gobierno (2018-2024), el Presidente ha reconocido que su voluntad fue determinante en la designación que ha hecho de cinco ministros de la Corte para cubrir las vacantes dejadas por los que cumplieron su encargo o renunciaron anticipadamente, aunque ha señalado que se equivocó porque dos de ellos no siguen las líneas jurídicas-ideológicas de su gobierno, sino las de sus adversarios. La independencia de la Corte como se aprecia está en entredicho.

Desde el siglo XIX la Corte ha sido elitista. Sus ministros no son abogados del gremio en general, representan y han representado a las élites políticas y económicas del país, y suelen resolver desde las concepciones de los grupos dominantes.

En nuestra época, el elitismo es mayor, sobre todo después de las reformas constitucionales de 1994 y de 2011, en donde la Corte asumió nuevas competencias de control de constitucionalidad y de convencionalidad, potenciando su papel en el orden constitucional, así como su poder en las esferas sociales, políticas y económicas de la nación por ser el máximo tribunal y la última instancia para decidir y definir qué es el Derecho, qué extensión y profundidad tienen los derechos humanos o la democracia.

Los filtros procedimentales que establece la Constitución hacen que el universo de los que podrían ser designados ministros se reduzca; se requiere que el Presidente tenga algún tipo de conocimiento directo o al menos indirecto de los que propondrá en cada terna, y una vez que la terna llega al Senado, la determinación de quién será ministro o ministra depende del mayor o menor nivel de vínculos personales, profesionales y políticos que tienen los candidatos con los legisladores de los dos grupos parlamentarios mayoritarios.

A la Suprema Corte es difícil que abogados de las entidades federativas sean propuestos y nombrados; casi todos los designados son abogados de la Ciudad de México con vínculos políticos importantes, y parte de las élites intelectuales del país. En las últimas décadas no hay ministros que provengan del mundo sindical, de organizaciones campesinas o indígenas, ni de las minorías oprimidas o excluidas de nuestra nación. En México no se puede ser ministro de la Suprema Corte si no se tiene cercanía con el poder político, intelectual o económico.

El elitismo de la Suprema Corte y de los ministros también se manifiesta porque entre sus integrantes no suele habitar ni predominar el pluralismo jurídico, político o ideológico; los ministros reproducen las concepciones jurídicas o políticas de las clases dominantes.  Actúan como poder contramayoritario porque la Corte es competente para anular o desaplicar normas jurídicas que han sido aprobadas por las mayorías o por los representantes de éstas, y al hacerlo, suelen defender intereses de los privilegiados, y no necesariamente de los más débiles o excluidos.

El estatuto de sus integrantes con las prestaciones privilegiadas de las que gozan en relación con otros servidores públicos los conduce también al elitismo. El método de designación no les permite generar vínculos efectivos ni permanentes con la ciudadanía ni promueve la rendición de cuentas a la sociedad. Los miembros titulares de la Corte resuelven de espaldas a la sociedad y, por lo mismo, no sienten que estén en el cargo para garantizar las necesidades, los intereses y los derechos de los ciudadanos, sino los intereses y privilegios de los dirigentes y beneficiarios del status quo.

Los ciudadanos deben tener más participación en los asuntos clave del Poder Judicial. Es obvio que este poder necesita democratizarse, empezando por la Corte, pues la soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo, y los poderes públicos, todos, deben ser delegados del pueblo. No puede, a mi juicio, concebirse democráticamente que un poder público no dimane de la voluntad popular.

De esta suerte, es válido preguntarnos sobre diversos escenarios y vías para la elección democrática de los ministros, y al mismo tiempo cuestionarnos respecto a quién debe tener la última palabra en la definición del Derecho, los derechos humanos y la democracia, si la Suprema Corte, el Congreso o el pueblo, o los tres al mismo tiempo, a través de un diseño constitucional distinto del que está en vigencia.

23 de julio de 2024