Manuel Tejeda Reyes
Abogado y analista político
Durante los días de receso de fin del año 2023 y los inicios del actual, volví a leer un libro que se publicó hace aproximadamente veinticinco años. Me refiero a: “La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México”, de Jorge G. Castañeda. Lo hice porque recordaba sólo algunas de las ideas principales del texto y también debido a que sabía que una nueva lectura de ese trabajo me permitiría contar con mayores elementos para encontrar, en la historia política reciente, tanto semejanzas como diferencias con el actual proceso de sucesión presidencial.
Comparto con los lectores que no han leído el libro y con aquellos que habiéndolo hecho no recuerden con claridad sus líneas generales, ello debido al paso del tiempo, que el texto de Castañeda está dividido en dos partes. Una primera que contiene entrevistas con los cuatro expresidentes que seguían con vida a finales de la década de los noventa del siglo pasado, (Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas), y una segunda parte que contiene el análisis del autor respecto al tema sucesorio y que está sustentado en conversaciones con quizá una treintena de los actores de esos procesos, ya sea porque fueron protagonistas de alguna o algunas de las sucesiones que se analizan o debido a que pertenecieron a los grupos políticos que integraron los equipos de los perdedores en los traspasos del poder entre los años 1970 y 1994; apartado que en el libro se denomina “La visión de los vencidos”.
Castañeda precisa en su texto que no entró al análisis del sistema sucesorio mexicano, conocido a lo largo de la mayor parte del siglo XX con los sobrenombres de “tapadismo” o “dedazo”, entre los años 1940 y 1964, porque ya no quedaban testigos presenciales de esos eventos. Después de la aparición de su libro, Jorge Castañeda señaló que el expresidente Ernesto Zedillo prefirió guardar silencio sobre la historia de cómo fue sujeto del “dedazo” de Carlos Salinas a su favor o, dicho en otras palabras, prefirió no contar cómo fue que su ex jefe y posterior enemigo lo “destapó” en 1994 y cómo él a su vez “destapó” a Francisco Labastida en 1999, para que fuera el candidato del PRI en las elecciones del año 2000.
En todo caso, con independencia de que Jorge G. Castañeda no analizó en su trabajo las sucesiones de los presidentes de la República comprendidos entre Lázaro Cárdenas y Adolfo López Mateos, sí resulta factible hablar de una mecánica general que dio estructura al sistema político mexicano que estuvo en vigor entre los años 1940 a 1994, a saber: el presidente en funciones era quien designaba a su sucesor, ya fuera por determinación anticipada, seleccionando al candidato de su preferencia, ya sea debido a lo que Castañeda identifica como “descarte”, es decir, optando por el que le quedaba disponible después de la reyerta sucesoria.
Es verdad que el designado era siempre quien el presidente prefería, pero también lo es que la selección se daba únicamente entre los que reunían calidades para contender, no entre todos aquellos que quería el presidente. En los casos que se analizan en el libro, Díaz Ordaz escogió a Luis Echeverría porque ante sus ojos no le quedó otro. Echeverría seleccionó a López Portillo porque siempre fue su candidato y en el trayecto no se le vino abajo. José López Portillo designó a Miguel de la Madrid por descarte, dado que fue la opción que le quedó a falta de otra a su plena conformidad. Miguel de la Madrid hizo su candidato a Carlos Salinas de Gortari también por disposición tomada desde que empezó el proceso sucesorio, al igual que Carlos Salinas lo hizo con Colosio, aunque en ese caso es factible suponer que la decisión se tomó desde mucho antes de que empezaran las hostilidades entre los contendientes y, esto lo digo yo, después de que Salinas descartara la opción de reelegirse, como en algún momento lo consideró.
Sin embargo, como Colosio fue asesinado, Zedillo fue nombrado por Salinas como abanderado del PRI, en la madre de todos los procesos de descarte o eliminación, visto que era la única candidatura factible ante la imposibilidad de abrir la baraja de posibles contendientes entre los gobernadores y/o entre los secretarios del gabinete presidencial, dadas las restricciones constitucionales y la negativa del PAN, entonces Partido opositor al PRI, para modificar el texto constitucional. No es parte del análisis del libro, pero la historia reciente del país nos dice que Zedillo escogió a Francisco Labastida por descarte, luego de que se celebraran unas primarias al más puro estilo amañado del PRI, dado que en la XIV Asamblea de ese Partido se impusieron “candados” al presidente, mismos que le impidieron inclinarse por quien él hubiera preferido; en primer término Esteban Moctezuma, su secretario de Gobernación, quien se le cayó muy pronto, casi al inicio del sexenio, y luego José Ángel Gurría, secretario de Hacienda, y Guillermo Ortiz Martínez, gobernador del Banco de México.
Otra de las lecciones de aquel texto de hace un cuarto de siglo es que el modelo sucesorio fue generando tensiones, mismas que con el paso del tiempo, se tornaron cada vez más costosas para el país. Si bien no se analizan en el libro, conviene recordar que Manuel Ávila Camacho enfrentó la ruptura de Ezequiel Padilla en 1946 y Miguel Alemán la de Miguel Enríquez Guzmán en 1952. Luego, en el período del priismo consolidado y el desarrollo estabilizador, se presentaron las únicas dos sucesiones sin sobresaltos, que fueron la transferencia del poder entre Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos, en 1958, y entre este último y Gustavo Díaz Ordaz, en 1964, con el añadido de que en ambos casos el candidato fue quien el presidente consideró desde el principio para que fuera su sucesor.
Siguiendo con las tesis de Castañeda, a partir de 1968 cada proceso sucesorio se fue complicando y, como ya se indicó, los costos para el país al poner en marcha el mecanismo se fueron haciendo más altos. Es verdad que el movimiento estudiantil de 1968 no fue resultado de alguna maniobra sucesoria, sino fruto de una genuina inconformidad juvenil, pero también lo es que quien era el funcionario indicado para negociar con los estudiantes huelguistas y tratar de desactivar el conflicto, Luis Echeverría, prefirió no hacerlo, además de que alimentó los fantasmas comunistas que solía ver Gustavo Díaz Ordaz y de pasada intrigar para aprovechar la coyuntura sucesoria y liquidar las aspiraciones presidenciales de Alfonso Corona del Rosal y Emilio Martínez Manatou. Al finalizar el sexenio de Echeverría, si bien es cierto que la devaluación de 1976 no fue originada por la puesta en funcionamiento de la operación sucesoria de 1975, también lo es que como parte de los cuidados que el entonces presidente le prodigó a su secretario de Hacienda para convertirlo en candidato, estuvo el hecho de que evitar que fuera López Portillo el funcionario responsable de devaluar la moneda, y esa demora incrementó el impacto pernicioso de una medida que, al ser inevitable y artificialmente postergada, golpeó con mayor fuerza la economía del país.
Y qué más se puede decir sobre el impacto de la crisis de 1982, en buena medida fruto del manejo irresponsable y maquillado de las cifras del endeudamiento, generadas a partir de las ambiciones personales, tanto del entonces secretario técnico del gabinete económico del presidente López Portillo, Carlos Salinas de Gortari, como de su jefe, Miguel de la Madrid, quien en esa contienda sucesoria dio cátedra de cómo debe operar un cortesano y lambiscón con tal de ganar, al invitar al hijo del presidente a ser subsecretario en la dependencia que él encabezaba. Y cuando el supuesto experto en finanzas, Miguel de la Madrid, ya convertido en presidente, no pudo evitar las muchas sacudidas contra el peso y la economía que se multiplicaron en su sexenio, y derivada de una de las últimas, la ocurrida en octubre de 1987, que fue la que terminó por marcar el derrotero de la estrepitosa ruina electoral de su candidato, Carlos Salinas de Gortari, en las “elecciones” de julio de 1988, a grado tal que le resultó imprescindible orquestar un fraude en perjuicio del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, a efecto de que su grupo conservara el poder.
Siguiendo esta línea del tiempo, vale recordar la aparición de la guerrilla zapatista, la violencia política y la debacle económica presentadas en el período 1994- 1995, ocurridas casi inmediatamente después de que Carlos Salinas asegurara que luego de ratificarse el Tratado de Libre Comercio, México entraría de lleno a la modernidad. Lastimosamente su sexenio concluyó con un alzamiento indígena, el asesinato de su candidato presidencial y el del secretario general del Partido del gobierno, así como con una grave crisis económica que en buena medida fue el fruto de posponer una inevitable devaluación, primero para no afectar las opciones de victoria electoral de Ernesto Zedillo y después, en los meses previos al final del sexenio, para no ver manchado el “legado” salinista. Recordemos que el costo económico para el país y la ruina de muchos mexicanos fue avasallante.
La frase célebre del líder obrero que vivía en las Lomas de Chapultepec, Fidel Velázquez, quien decía: “El que se mueve no sale en la foto”, en realidad era absolutamente hueca, porque todos los precandidatos y sus equipos estaban en permanente movimiento, pero en la penumbra, de maneras sesgadas y nunca dando la cara. La sucesión presidencial fue entonces un torneo de golpes de prensa para fustigar a los rivales; de adulaciones sin medida al presidente; de patadas por debajo de la mesa; de cifras falsas y estadísticas al mejor postor; de complicidades y pagos tanto a reporteros para que publicaran notas favorables, como a columnistas para que escribieran artículos con loas por cualquier intrascendencia, al igual que con directores de medios impresos o con conductores de espacios de radio y televisión, a efecto de que bajaran línea y se tratara bien al interesado y mal a sus oponentes; pero todo eso ocurría en la más absoluta obscuridad y nada a cara descubierta ni frente a la ciudadanía.
Después de que Zedillo escogió a Francisco Labastida para ser el candidato del PRI en las elecciones del año 2000 y de que éste perdiera, el mecanismo se acabó. Ciertamente había tenido vida artificial y el momento en el que debió culminar fue en 1988, cuando las elecciones dejaron de ser un trámite burocrático para convertirse en una genuina disputa por el poder político. Pero ya en el año 2000, a la luz de los cambios en la legislación electoral, frente a una ciudadanía más politizada y demandante, luego de un sexenio con nada que presumir en materia económica, la derrota de Francisco Labastida ante Vicente Fox estaba cantada y a diferencia de lo sucedido en 1988, esa vez el grupo de tecnócratas en el poder optó por reconocer la derrota.
Los años siguientes confirmaron el final del “dedazo”. Si bien es verdad que Vicente Fox logró trasladarle el poder a Felipe Calderón, el candidato de su mismo partido, debe decirse que lo hizo frente a dos derrotas internas, porque primero fracasó su intento de impulsar la candidatura de Marta Sahagún y luego ocurrió lo mismo cuando se lanzó en favor de Santiago Creel; además de que recurrió, en complicidad con el Poder Judicial Federal y las cúpulas empresariales, a todas las maniobras posibles, aunque fueran ilegales, para evitar el triunfo de López Obrador. Seis años después Calderón no pudo imponer a Ernesto Cordero como candidato del PAN y se sentó a mirar como Josefina Vázquez Mota hacía el ridículo ante sus rivales, Peña Nieto y López Obrador, en las elecciones del año 2012. Peña Nieto fue testigo impávido de la caída de Luis Videgaray, su preferido, y al final optó por presentar un candidato con perfil panista, José Antonio Meade, que fue aplastado por López Obrador en las elecciones de 2018. De modo que es posible concluir que desde el año 2000 el presidente no ha podido escoger a su sucesor y en algunos casos ni al candidato de su partido.
Finalmente, al terminar la era del “dedazo” y los “tapados”, las contiendas internas en los partidos se dieron a la luz del día y generaron sorpresas. Como ya se refirió, para el 2006 Fox no pudo imponer a la “señora Martha” y tampoco a Creel, porque en el PAN Calderón le ganó; al interior del PRI el TUCOM fue ampliamente derrotado por Madrazo; 6 años después, Josefina Vázquez Mota venció a Ernesto Cordero, a pesar de los esfuerzos de Calderón por impulsarlo, mientras que en el PRI Peña Nieto arrasó con todos sus rivales, dado que ninguno le pudo hacer frente ni oponer la más mínima resistencia, menos aun cuando contó con el descarado apoyo de los magnates de la televisión. En el 2018, Ricardo Anaya y José Antonio Meade fueron los candidatos, sin mayores sobresaltos, en sus respectivos bloques, para posteriormente resultar barridos en la elección constitucional. Y en el caso del PRD y luego en MORENA, a partir de 2006 nunca hubo problemas, porque siempre ganaba López Obrador. Todos se movían para salir en la foto, como lo hacían antes los aspirantes presidenciales, pero ahora sucedía en la totalidad de los partidos y de cara a la ciudadanía.
Paso a analizar ahora el proceso de designación de la candidata Claudia Sheinbaum para las elecciones de 2024, en primer término porque la forma en la que se le designó, si bien presentó algunas novedades, también implicó otros rasgos que nos remiten de regreso al pasado reciente, así que le anuncio desde ahora al lector que en este texto me limitaré a explorar el proceso de designación de la candidata de MORENA, en buena medida porque es el que más me interesa y también, como ya lo indiqué, debido a los retornos de algunos rituales ya vistos; y por otra parte, debido a que el proceso sucesorio en el seno de la oposición es muy sencillo de describir, a saber: aunque los dirigentes del PRI, PAN y lo que queda del PRD anunciaron que habría competencia interna; que los contendientes deberían cubrir una serie de requisitos y procedimientos para buscar la candidatura y finalmente pasar por un proceso de encuestas, al final, en un decisión cupular, las dirigencias partidistas y su patrocinador, Claudio X. González, determinaron que su candidata sería Xóchitl Gálvez. Fin de la historia. Por el flanco de Movimiento Ciudadano, ante el fiasco que representó el intento fallido de postular al (des) gobernador de Nuevo León, Samuel García, el dueño del partido decidió que uno de sus diputados, Jorge Álvarez Máynez, quien por cierto es muy poco conocido entre la generalidad de los votantes, será el candidato. Fin de la historia.
En todo caso, respecto de ese partido, da más o menos lo mismo cualquiera de los dos personajes citados, porque tanto Samuel García como Jorge Álvarez Máynez proponen, para darle solución a los muchos y muy variados problemas que enfrenta el país, usar tenis color naranja y repetir el mantra “fosfo, fosfo” y con eso hay suficiente para lo que se ofrezca, así que en ambos casos no veo mucha materia para el análisis.
La mayoría de la sociedad mexicana, las cúpulas empresariales y los comentaristas políticos no identificados con la candidatura de Xóchitl Gálvez, basados en la serie de encuestas que se han venido publicando desde el año pasado, sostienen que la candidata Claudia Sheinbaum será, de manera ya inevitable, la próxima presidenta de la República. Si esta hipótesis se confirma, quedaría entonces suprimido el principio electoral de la incertidumbre sobre quién será el ganador (en este caso la ganadora), mismo que rigió en todas las elecciones celebradas entre el año 2000 y el año 2018.
Lo que también sería eliminado del proceso sucesorio, si gana la doctora Sheinbaum, es el que refiere que el presidente ya no puede designar a su sucesor, porque en este caso la candidata de MORENA lo es porque así lo quiso, de manera unipersonal, Andrés Manuel López Obrador. Se pudo simular lo que hiciera falta con el asunto de las “corcholatas”, las ilegales “pre, pre campañas” y las encuestas, pero lo cierto es que como antaño en el PRI, cuando se anunciaba el nombre del candidato, siempre después de una “profunda auscultación entre la militancia”, en este caso, en el bando morenista, todo el poder del Estado, incluyendo la dirigencia del partido, los gobernadores, la mayoría de los senadores, de los diputados, etcétera, se volcaron en favor de la que creían que era la candidatura que deseaba el presidente y no se equivocaron. Como en los años del PRI, en los que la cargada y el tropel de búfalos se volcaban sobre el ungido, con independencia de las convicciones y el criterio de cada uno, en MORENA también resultó mejor hacer las apuestas sobre seguro y apoyar a quien presumían, con razón, que tenía la gracia del facultativo portador del “dedazo”.
Como sucedió en buena parte del siglo XX con la candidatura oficial a la presidencia de México, en esta ocasión López Obrador decidió quiénes competían en MORENA y sus aliados y quiénes no. Ricardo Monreal quería ser candidato, pero López Obrador no lo incluyó de inicio. Amagó con rebelarse. “Ni nos vamos a dejar, ni nos vamos a rajar”, fue su lema. Monreal pudo romper con su partido y buscar otra candidatura, pero prefirió no rebelarse y continuar dentro de MORENA. El presidente fue sensible al gesto y lo dejó correr, a sabiendas de que no podía ganar. Ambos sabían desde el comienzo que los aspirantes son designados por el presidente…y quien gana, también.
Marcelo Ebrard vivió de cerca la sucesión de Carlos Salinas y ya sabía cuáles son las consecuencias de estar lejos de las preferencias del gran elector. Buscó ser el candidato por descarte. Del mismo modo en el que llegaron Luis Echeverría y Miguel de la Madrid, él sólo podía serlo si se caía Claudia Sheinbaum. Apostó a mantenerse en la jugada, a construir apoyos a su candidatura con empresarios, con sectores políticos en Estados Unidos, con algunos medios de comunicación; construyendo puentes con otros partidos. Pero no tomó en cuenta que, en los rituales del pasado que ya se volvieron presente, el hecho de estar en la lista no implica que se tengan posibilidades reales, dado que hay aspirantes que nunca contaron en el ánimo presidencial, por más que ellos conjeturaran y quisieran lo contrario y que se les transmitiera esa impresión, precisamente para engañarlos y mantenerlos en el juego, a efecto de cuidar al realmente preferido. Así le pasó a Manuel Camacho, quien nunca fue un aspirante viable ante Salinas, ni siquiera por descarte después de la muerte de Colosio.
En algún momento, después de que se vio derrotado, Ebrard amagó con rebelarse, impugnó los resultados de las encuestas que favorecieron a su rival y trató de hacer creer que podría convertirse en el candidato de Movimiento Ciudadano. Terminó siguiendo a su mentor Camacho y optó por quedarse; ahora nadie habla más de él.
Otro ritual que se recuperó, pero con variantes, fue que se conocieron previamente los nombres de los contrincantes, aunque para esta ocasión no fueron enmascarados. En el ritual del destape priista siempre se conocieron los nombres de los contendientes. También, al igual que esta vez, el propio presidente, directamente o a través de un emisario que indudablemente hablaba en su nombre, los daba a conocer. Para esta sucesión el mismo presidente fue quien pronunció públicamente sus nombres; los llevaba y los traía, no dejaba de hablar de ellos en sus conferencias de prensa, en las giras de trabajo y en cuanto evento público hubiera. López Obrador tuvo parcialmente la razón, no hubo “tapados”, pero sí “dedazo”:Claudia Sheinbaum pudo ganar por decisión del presidente López Obrador y al igual que José López Portillo o Carlos Salinas, fue la elegida desde el principio. Ella era y es la favorita, la consentida del profesor. Su tarea consistió en no derrumbarse, en evitar cualquier caída grave, cualquier escándalo, que obligara al presidente a descartarla. No tuvo tropiezos, no tuvo errores y se constituyó en la inevitable.
Ahora que es candidata, se le critica a Claudia Sheinbaum su lealtad a la continuidad del proyecto y a la persona del presidente y se le echa en cara que cotidianamente expresa su fidelidad a Andrés Manuel López Obrador; que imita su comportamiento, el tono de sus declaraciones; incluso se le achaca que, como el mismo presidente, ella es una radical que no conoce la moderación ni la prudencia. Al respecto, considero que cualquier candidato de un partido en el gobierno haría muy mal en renegar de su origen. Si lo que se busca desde las candidaturas gubernamentales es lograr la continuidad en la acción política, mal se haría en hacer campaña poniendo los acentos en las discrepancias.
Quienes sostienen que su lealtad contra viento y marea al proyecto político del presidente le puede significar arriesgar la victoria en la elección constitucional, creo que se equivocan o están expresando un deseo más que un hecho para el análisis, precisamente porque quienes son seguidores leales al presidente y conforman su amplia base social, reconocen en ella a la continuadora de las políticas de López Obrador. Y hay sectores populares del Valle de México, de Puebla, de Veracruz o de Oaxaca que no considerarán ninguna otra opción que no sea la abanderada de MORENA; además, con toda seguridad tendrá apoyo en bastiones claves de la derecha, como Guadalajara, Monterrey, León y Mérida; por parte de los mismos sectores y por las mismas razones. No veo modo de hacerlo distinto, porque despreciar o negar lo que la impulsa tampoco sería para ella la mejor estrategia.
Por otra parte, los analistas políticos que no simpatizan con la candidatura de Claudia Sheinbaum ni con el presidente López Obrador, exigen a diario en sus columnas, análisis y comentarios, que ella rompa de una buena vez con el presidente; que manifieste su independencia, además de que auguran que, si no lo hace desde ya, se convertirá en una marioneta del actual presidente y que será él y no ella quien mandará desde su rancho. Me sorprende que entre estos analistas se encuentre Jorge G. Castañeda, porque eso implica que ya se le olvidaron las experiencias que analizó en el libro que aquí he comentado, así como las muy viables teorías que puso sobre la mesa de la discusión pública hace veinticinco años… (aunque también puede ser que no haya olvidado nada, pero prefiera cambiar el discurso porque ahora así conviene a sus actuales intereses).
Me explico: siguiendo las teorías de Castañeda, Sheinbaum no es una candidata de descarte, sino la primera opción del presidente. Y como Castañeda lo demostró y lo sostuvo en su libro, a los candidatos que llegan sabiendo que su candidatura se construyó con el aval y los apoyos presidenciales les cuesta mucho más el rompimiento. Así le ocurrió a López Portillo con Echeverría, y en ese caso el rompimiento ocurrió porque el ya expresidente quería seguir en la palestra, en demerito del presidente, aunado a las intrigas de que fue sujeto Echeverría por parte del entonces secretario de Gobernación, su reconocido malqueriente Jesús Reyes Heroles. No hubo rompimiento entre De la Madrid y Salinas, porque ambos tenían la misma visión de país y Salinas tenía clara la deuda política con su ex jefe, a tal punto que lo nombró director del Fondo de Cultura Económica.
Los que sí suelen romper más pronto que tarde son los candidatos de descarte, como bien lo estableció Castañeda, aunque ahora finja olvidarlo. Echeverría empezó su ruptura con Díaz Ordaz el día que acudió a la Universidad Michoacana y guardó un minuto de silencio en recuerdo de los caídos el dos de octubre en Tlatelolco. Miguel de la Madrid empezó a romper con José López Portillo cuando salió a decir que promovería la “Renovación moral de la sociedad”, tratando del distanciarse del gobierno del cual formó parte. Eso sí, no renovó nada y después supimos que para él la moral es un árbol que da moras. Al no ser Claudia Sheinbaum una candidata de descarte ni la opción que quedaba, tampoco tiene por qué romper con aquel que la impulsó y con quien además se identifica en lo social y en lo político.
Más allá de todas las encuestas y augurios sobre el inevitable destino de la candidata Sheinbaum, más allá del nuevo “dedazo” que enmarcó su por fin ya registrada y formalizada candidatura ante el INE, lo cierto es que en los días que corren ella no tiene nada asegurado. Cualquiera que sea su ventaja en las encuestas, deberá ganar la elección y para ello se verá obligada no sólo a vencer a la oposición, sino a esquivar y a refutar los golpes, las calumnias, las acusaciones y las historias inventadas, tanto de los grupos de interés que le son adversos, como de sus enemigos políticos y hasta de alguno o algunos de sus correligionarios que quedaron derrotados. Me pregunto qué harán los que compitieron creyendo que ganarían y perdieron, concretamente Ebrard y Monreal. ¿Quedaron tan resentidos que harán conspiraciones y complotaran contra aquella que ante sus ojos se quedó con lo que les correspondía? García Paniagua lo hizo en 1982 contra De la Madrid; Bartlett en 1988 contra Salinas; Camacho en 1994 contra Colosio y Madrazo en 2000 contra Labastida. ¿O Monreal quedará conforme con el hecho de que su hija podría ser la alcaldesa en Cuauhtémoc y Ebrard esperará un llamado para él mismo y para algunos miembros de su equipo? ¿Seguirán la práctica de brazos caídos? ¿Dirán: “¡Háganle como puedan y como quieran, ella es su candidata y no mía!”?
Termino diciendo que no me gustó ver la reedición del mecanismo sucesorio que funcionó en México en el siglo XX, más allá de las variantes que presentó para esta ocasión, porque el hecho de que ahora pueda salirle bien a los integrantes del grupo gobernante de ninguna manera implica que esa mecánica asegure hacia el futuro la transferencia del poder de forma suave y limpia. Con independencia de su actual eficacia en 2024, lo cierto es que reconstruir un mecanismo que no fue transparente ni democrático y tampoco competitivo es, por lo menos, peligroso y me parece que no vale la pena pasar por él en un futuro. El “dedazo”, por sus implicaciones y promesas, por la egolatría que trae consigo, es demasiada tentación para volverlo a ver y puede generar muchos peligros y costos para el país, como ya nos lo enseñó la historia reciente, al punto de que, si en el futuro se vuelve a usar, algún titular del ejecutivo podría llegar a creer, como lo hizo Miguel de la Madrid, que su decisión es más sabia e importante que aquella que puedan tomar los votantes.