¿Qué dicen del debate público en México, las descalificaciones al ministro Alberto Pérez Dayán?
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¿Qué dicen del debate público en México, las descalificaciones al ministro Alberto Pérez Dayán?

Manuel Tejeda Reyes

Hace ya tiempo que estamos siendo testigos del ocaso de la cordura en el debate público. Se le tomaba, en otro tiempo, como símbolo de tolerancia y respeto a la razón de los otros. Un conjunto de ideas bien articuladas, un comentario preciso o una frase correctamente enunciada valían, y pensándolo bien aún deberían valer, para sustentar las distintas posturas de cada uno con sapiencia y aún con cuidado. Sin embargo, lo que ahora está en boga es ser y actuar tan rústico como resulte posible y si también se puede, sin la mínima observancia hacia el respeto por los demás, aún mejor.

Y es que algo se ha infectado en una sociedad como la mexicana, donde congruentes y sinvergüenzas se cruzan por la calle y son los primeros los que tienen que bajar la cabeza; donde los insidiosos pueden presentarse como titanes y los justos son señalados como traidores; donde la víctima tiene que comprobar su inocencia y los demás prefieren mirar hacia otro lado antes que solidarizarse y protestar, ya sea por complicidad o por miedo.

Esa es la sociedad en la que se pretende imponer, desde los dos bandos antagónicos de nuestra vida pública, la coacción, el chantaje disfrazado de argumento y el pensamiento único, que es el de cada uno de los grupos en pugna. No obstante, la situación es hoy infinitamente mejor que hace algunos años, aunque sólo sea porque ya no necesariamente hay que abrevar de lo que se expresa en los medios de comunicación tradicionales, tan acostumbrados a observar la realidad nacional desde un mismo mirador y a vilipendiar todo aquello que no se adapte a las posiciones de quienes se expresan ahí.

El PRI y el PAN han sido derrotados, pero sus ideas y las formas de comunicarlas, que se utilizaron como coartadas para engañar a los ciudadanos, perduran y desde el gobierno hay muchos signos que permiten prever que se camina ya por esa misma senda. Y para que no mueran del todo, la farsa debe continuar: los malogrados deben pasar por visionarios y justos, los mentirosos por sacrificados, los pendencieros por gente de paz, los legisladores por imaginativos, preparados y capaces y para los partidarios de cualquiera de los dos bloques de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), los suyos por una mezcla entre Nelson Mandela y la madre Teresa de Calcuta.

Casi me los puedo imaginar a todos, como si de verdad fueran el líder sudafricano, arengando a sus muy distintos simpatizantes con toda la elocuencia posible: “Los verdaderos líderes deben estar dispuestos a sacrificarlo todo por la libertad de su pueblo”. Y para todos ellos “el pueblo” es cualquiera que los respalde y que al mismo tiempo desprecie a los otros, aún sin oírlos.

Por esa retorcida concepción, muy vigente en la vida pública mexicana, según la cual la rectitud de las acciones políticas está determinada o no, dependiendo de si se comparte la ideología de quien las ejecuta, es que escuchamos a presuntos peritos en temas sociales y de justicia decir un día sí y el otro también que en México se acabó la democracia; que desde el gobierno se está privando a las personas de sus derechos humanos; que se está poniendo en tela de juicio la civilización y que vamos en camino a vivir bajo un régimen dictatorial. Creo que para hablar con seriedad de dictaduras están el régimen uzbeko, el Gobierno de China y el de Nicaragua, por mencionar sólo a tres, que someten a juicio a sus opositores y los condenan sin garantías, con el único objetivo de romper sus voluntades.

Pero en México los comunicadores y los “expertos” a los que se consulta en noticieros y programas de opinión están de suerte: pueden despotricar todo lo que quieran contra las políticas de los gobernantes del país, aducir que quienes no comparten sus apetitos políticos son parte de una malvada pandilla destinada a instaurar el autoritarismo y la dictadura, e incluso pueden condenar verbalmente de alta traición a aquellos que no actúan conforme a sus dictados, todo eso junto y sin que exista temor por un acto de censura, actuando a plena luz del día y con los micrófonos de la radio y la televisión siempre abiertos.

Tan tolerantes son los comentócratas de este país con las ideas de todo el mundo que pueden, por ejemplo, defender la independencia del Poder Judicial, calificar de héroes a los jueces y ministros que actuaron y actúan admitiendo cuanto juicio, acción, controversia y consulta se promueva, por más absurdos que sean, siempre que el resultado se ajuste a lo que ellos apoyan, porque de lo contrario, a aquellos a los que apenas ayer vitoreaban, hoy los someterán a las acusaciones más violentas posibles y a endilgarles el calificativo de “traidor”, que bajo su óptica bien merecido lo tienen, porque no resolvieron conforme sus particulares opiniones.

“¡Es mi libertad de expresión!”, se defenderá el aspirante a dragón que está aprendiendo a escupir fuego y que da testimonio de sí mismo y de su incapacidad de regularse, arguyendo que las faltas de respeto y de cuidado por las buenas formas son muestras palpables de su claridad casi virtuosa. Una defensa acaso muy válida para quienes asisten a los estadios a vituperar a los rivales y al árbitro, siempre con el estupendo “argumento” de que tienen deseos de apoyar a su equipo y de quitarse estrés de encima.

Pero yo quisiera creer que aquellos que son figuras públicas y que se supone pasaron por las aulas, incluso las universitarias, tienen más y mejores materiales para formular sus ideas, opiniones y puntos de vista. Así las cosas, el problema no es que abunden quienes prefieren expresarse a partir de las ideas preconcebidas y los adjetivos descalificadores, sino que encima de ello sean incapaces de pensar que siempre es posible que exista una idea distinta de las propias que resulte digna de ser analizada, y también que eso suceda por prejuicio, ignorancia, interés o por la impotencia de que las cosas no resultan de la forma en la que a uno le gustaría que ocurrieran.

El pasado debate sobre la acción de inconstitucionalidad promovida contra la reforma judicial en la SCJN, pudo haber sido una zona fructífera para el debate jurídico y después mediático en el que se expusieran argumentos sólidos y en el que se plasmaran explicaciones convincentes, pero la inmensa mayoría de quienes participaron, tanto dentro de la SCJN como fuera de ella, es decir en la arena de los medios de comunicación, sólo se dedicaron a exponer sus prejuicios y a repetir lo que fue el fruto de posiciones políticas derivadas del interés y la conveniencia, antes que la obra de pensamientos razonados.

Por eso la espera de un debate republicano digno resultó estéril. Pero de todo lo visto antes y después del 5 de noviembre de 2024, me quedó con la actuación del ministro Alberto Pérez Dayán, quien prefirió votar en conciencia y llamar a las cosas por su nombre, antes que plegarse de manera acrítica a uno de los dos bloques ya predeterminados al interior de esa instancia, que parece están más para defender posiciones políticas que para exponer argumentos jurídicos.

Y resulta que quien tuvo la actuación más consistente de todos ahí, el ministro Pérez Dayán, recibió como respuestas de quienes ayer lo vitoreaban como un héroe, no otra cosa más que vulgares adjetivos y descalificaciones carentes de respeto. Los más repetidos en los días posteriores a la votación fueron los de “traidor”, “vendido” y “maldito”.

 Muchos de los comunicadores y “expertos” a los que se entrevistó adujeron que ellos y ellas no tienen pelos en la lengua, y por esa causa se fueron sobre la yugular del ministro Pérez Dayán, sin tomarse la molestia de analizar sus razonamientos jurídicos ni la congruencia de su postura con relación a los votos que emitió con anterioridad y en casos análogos a aquél que se analizó en la sesión del pleno de la SCJN el pasado 5 de noviembre, demostrando con ello un sobre ejercicio de sus obsesiones y un subejercicio en su materia gris.

Tengo para mí que las mejores argumentaciones nunca estarán cargadas de descalificaciones; tampoco serán las que en automático y sin mayor reflexión se carguen el prestigio del interlocutor o del oponente, ni las que hagan gala de brusquedad simplemente por el placer de exponerla, sino aquellas que lleven a uno a recapacitar e incluso a dudar de sus propias posiciones, de manera que las certezas propias permitan la entrada de ideas ajenas, o incluso, que se descubra que la convicción personal no está en lo correcto. Pero eso sólo pasa con las mentes abiertas, no con las que privilegian el insulto.

Y seguramente ese ánimo no permeó entre el grupo de trabajadores de la SCJN que tapizaron el exterior de la oficina del ministro Alberto Pérez Dayán con carteles donde también lo tildaron, cómo no, de “traidor”. ¿Y por qué? Sencillo, porque al razonar su voto y al ser congruente con sus anteriores posturas también se sumó al grupo de ministras que son las personeras de la 4T y porque votó a favor de desestimar las acciones de inconstitucionalidad que impugnaban la reforma judicial.

No importaron los razonamientos, tampoco la congruencia, lo transcendental fue el resultado y el votó que se sumó a quienes ellos califican como impresentables. Entonces, en la sede que tendría que ser el templo de la deliberación jurídica, la misma fue ignorada; los abogados que ahí trabajan fueron omisos en realizar lo que comúnmente practican, que es revisar los precedentes, y pasaron a actuar como se hace dentro el debate público mexicano: Pegaron letreros en los que se exhibió la fotografía del ministro con las siguientes frases: “Pérez Dayán con Y de Yunes” y “Alberto Pérez Dayán, traidor de la Patria”. También hicieron uso de caricaturas, entre ellas la del gato “Silvestre”, quien lee un libro que tiene por título: “Cómo vender al país en diez minutos. Alberto Pérez Dayán”.

También se mostró un retrato del expresidente Benito Juárez con la frase: “Malditos aquellos que con sus palabras defienden al pueblo y con sus hechos lo traicionan”.

Pérez Dayán fue coherente con sus pronunciamientos previos, pero eso no importó. No estaba obligado a seguir acríticamente el voto de sus pares en una cuestión respecto de la que él ya se había pronunciado con antelación, es decir, la prevalencia de la Constitución; por eso votó como lo hizo, pero el honor y la congruencia poco importan en el país de los bloques políticos y del resultado por encima de las razones.

El ministro votó conforme con sus convicciones, pero en el México de las lealtades flexibles eso no resulta relevante y en todo caso sirve para ser acusado de “traidor”. Me pregunto a quién fue traidor el ministro Pérez Dayán. ¿Al grupo de ministros que no pudo analizar si la reforma judicial es constitucional o no, porque no alcanzó la mayoría calificada de ocho votos que se necesitan para avalar una acción de inconstitucionalidad? Creo que no, pero en todo caso sí sé que él no fue traidor a sí mismo.

No podemos pedirles a mentalidades que día con día se empobrecen y achican que conserven el sentido de razón. Si no se hace el esfuerzo elemental para entender, aún dentro de la primera casa de los abogados del país, cuál es el valor de los precedentes judiciales, se terminará creyendo que las votaciones en las sentencias se emiten a partir de posiciones políticas, y entonces se condenará al insumiso por motivos risibles a la vez que lamentables. La congruencia y el honor suelen acomplejar a quienes piensan que se compran en la tienda de la esquina, y como ciertamente ahí no se consiguen, aunado a que a esa gente no les da la gana comprender cuál es su alcance, sin duda enfurecen y solamente les queda descalificar y enlodar por venganza. Una venganza ignorante, eso sí.

El éxito jurídico y político en México ya no tiene que ver con la argumentación, basta con refrendar algunos cuantos lugares comunes que se adapten a lo que quiere escuchar el coro para entonces ser aprobado y aún admirado, y hay que hacerlo de tal forma que no haya duda ni discusión posible. ¿Quién quiere ser congruente, serio o responsable, si lo de hoy es ser incongruente, insensato e irresponsable? ¿Qué le importa al que pega cartulinas con frases ofensivas el honor con que actuó el destinatario de su revancha? ¿Para qué complicarse y exponer con argumentos lógicos la razón de un voto, si es más fácil decir cualquier cosa gritando, así sea algo contrario a lo que se haya sostenido apenas ayer?

En la prensa y en las redes sociales también le dieron vuelo a la especulación y a la infamia. En un país de deslealtades, el que Pérez Dayán haya sostenido que el proyecto de Juan Luis González no era en realidad sensato fue explicado no con base en sus razonamientos previos sino como falta de valor.

Para los especuladores de profesión y también para los de ocasión, el ministro votó como lo hizo porque recibió amenazas que doblegaron su libertad y su dignidad. Y sin ofrecer una sola prueba o siquiera algún indicio, se empezó a propalar la versión de que existía un expediente que mostraría a integrantes de su familia beneficiándose del esquema de facturas falsas. Y ya en el éxtasis del vuelo de la imaginación, había que echarle encima un camión de lodo. Por qué no decir que ese presunto expediente en realidad estaba apoyado en acciones judiciales moldeadas con acusaciones de abusos sexuales. ¿Del ministro? ¿De alguno de sus hijos? ¿Y si decimos que de los dos? Sí, que se implique a ambos y que se suelte la insidia del rumor, porque lo relevante es hacer creer que había una carga muy pesada sobre la conciencia de un personaje que no debe pasar por probo, y si para ello hay que aplastar su autoridad moral y la de su entorno personal y familiar, que así sea, pues la causa lo amerita.

Ese supuesto expediente podrá jamás haber sido construido, pero eso no importa, y menos cuando la moral republicana tiene raseros tan bajos como en México, en donde no se castiga al que corrompe ni a quien de verdad traiciona la confianza de la que fue depositario, sino al que se equivoca al elegir actuar con honor. Para eso sí que sirve nuestro “periodismo de investigación”, en manos de altaneros de la pluma, quienes, si bien son inútiles para detectar y dar seguimiento a historias verdaderas, si son buenísimos para inventar sin presentar un solo hecho o una sola prueba que respalde sus ficciones.

Hay un exagerado número de gente que encuentra creíble y aún aceptable únicamente lo que le acomoda. “Cada uno con su opinión”, nos instruyen —aunque se hable sin sustento de hechos no acreditados y sin pruebas existentes— y luego se nos vienen encima con una parrafada sobre cualquier asunto, sepan o no de lo que están hablando. ¿Para qué complicarse recurriendo a la investigación, los antecedentes y las pruebas, si son más redituables los chismes, las historias no comprobadas, pero atrayentes, y la basura sobre el personaje público? ¿Acaso es necesario que los especuladores de lengua y cola largas se molesten en demostrar sus dichos? En México no, porque tampoco hace falta argumentar para tener razón, dado que la moral es un árbol que da moras y porque el honor sirve para untárselo al queso.

Finalmente, creo que Alberto Pérez Dayán actuó con honestidad intelectual y con total congruencia, no obstante que la reforma judicial a él también le perjudica. Desde mi perspectiva esa cuestión lo enaltece aún más, porque a sabiendas de las consecuencias, fue invariable consigo mismo. Las mentiras, los insultos, las agresiones y la infamia que su actuación le acarrearon, seguramente lo vulneraron, pero supongo que mantiene su conciencia tranquila porque sabe que no fue traidor a sí mismo. No lo conozco, nunca lo he visto, pero mi solidaridad está con Alberto Pérez Dayán.

Abogado y analista político

2 de diciembre de 2024