Pedagogía política
Comunicación Política

Pedagogía política

Andrés Rolando Pola (don Pablo Díaz de León) 

Segundo Lugar de la Categoría B, del concurso de Ensayo por el Vigésimo Aniversario de la revista Zócalo 

Resumen

Este ensayo aborda la comunicación política del presidente Andrés Manuel López Obrador y su Cuarta Transformación. La tesis central es que el discurso del presidente Obrador utiliza el lenguaje de un modo no descriptivo, sino creador de realidades, con lo cual busca enseñar a su audiencia a ver la realidad política de nuestro país desde una perspectiva particular. De esta manera, la comunicación en la Cuarta Transformación puede caracterizarse como “pedagogía política

“No somos hombres ni estamos ligados los unos a los otros más que por la palabra”. (Michel de Montaigne, De los mentirosos)

2018: al candidato se le mira relajado. En su silla, se reclina cómodamente hacia atrás esperando con el pecho abierto que le vengan ataques que no le harán ninguna mella. Sus interlocutores insistirán en que no le cuadran las cifras, que sus propuestas tienen ecos de cuarenta años atrás, que sus promesas no bastan. El candidato lo sabe.

Es la tercera vez que compite por la presidencia y no se molestará en ofrecer cifras que cuadren, ideas novedosas ni propuestas precisas para ilustrar cómo verá sus promesas realizadas. Se limita a repetir una suerte de letanía que ha construido por más de doce años. Así ha transcurrido mucho de nuestra reciente vida democrática: sin diálogo real.

Así transcurrió la última campaña presidencial en su conjunto. Algunos acusarán que se trata de una simulación. Quizá. En todo caso, he ahí la palabra. El registro de debates presidenciales cuenta con pocas instancias:10. Mirando la intención de voto, hay que concluir que únicamente el primero tuvo un impacto significativo, cuando el aspirante que iba en tercer lugar logró posicionarse en segundo gracias a su palabra. Los subsecuentes, no hay quién los defienda.

Su formato y relevancia se han objetado siempre. Sin embargo, lo que no se objeta es la necesidad de la discusión para la vida democrática. Debatir es parte constitutiva de nuestra cosmología política. El gobierno del pueblo supone que los ciudadanos y/o sus representantes hablen. Se conduce la nave –como dijera la metáfora ateniense para gobernar– comunitariamente mediante ese vínculo que hace comunidades: la palabra.

Pero desde antaño la palabra aparece variadamente. En la Grecia Clásica: aparecieron los sofistas como Protágoras de Abdera o Georgias de Leontinos: fundamentalmente maestros del habla. Platón nos enseñó a verlos con acentuado desdén. En el centro del repudio platónico a los sofistas estaba el concepto de verdad. Porque el uso sofista de la palabra, reporta Platón, tenía por objeto la persuasión no por convicción o por amor a la verdad; sino para aventajar en la carrera política. Los sofistas eran, a estos ojos, poco menos que maestros del engaño.

En contraste, la mayéutica socrática aprendida por Platón usaba la palabra para dilucidar, para purgar a los participantes de creencias falsas. No es gratuito que Platón mismo optara por redactar Diálogos para legarnos lo que fue pensando. Si el destino de su texto era la aporía, o si sus conclusiones hubiesen de cambiar entre un Diálogo y otro, pues que así sea; porque el punto no era hablar para convencer o para agradar.

Su palabra era una persecución de la verdad. Al hablar sobre política, esta manera platónica de entender la palabra ha predominado casi sin variaciones desde entonces. Menciono únicamente un par de ejemplos: el filósofo liberal John Stuart Mill suscribió la postura platónica prácticamente a la letra en la Inglaterra de finales del Siglo XIX. Afirmó en Sobre la Libertad que el hábito constante de corregir y completar la opinión, comparándola con otras, lejos de causar duda y vacilación para ponerla en práctica, es el único fundamento estable de una justa confianza en dicha opinión. En el extremo opuesto, el pensador marxista del siglo XX Jürgen Habermas llegó a concepciones similares. Al reflexionar sobre las condiciones propicias para que la palabra conduzca al acuerdo que requiere nuestra convivencia política, en su Teoría de la acción comunicativa concluyó que la pretensión de verdad es un supuesto fundamental: sin ella los interlocutores acaso realizarán un diálogo de sordos. Palabra, política, verdad.

Mas no es solo la teoría: los panfletos, los manifiestos, la documentación que un partido remite al Instituto Nacional Electoral, los spots televisivos y los debates presidenciales, todos tienen su razón de ser en el supuesto papel fundamental de la palabra para nuestras democracias. La forma y la reflexión sobre estos instrumentos descansan en una comprensión del papel de la palabra a la Platón: deben decir verdad.

Y digo “decir verdad” en un sentido muy intuitivo: un niño que mira el televisor mentirá al afirmar que la televisión está apagada. Un político que dice “la deuda pública nacional asciende a 6 billones” estará diciendo la verdad cuando la deuda del país en cuestión sea de tales billones. En breve: se dice verdad cuando lo aseverado corresponde con los hechos. Sospecho que es a causa de este entendimiento del papel de la palabra en el espacio público que cuesta trabajo entender al candidato-ahora-presidente. Su palabra no aparece para purgar creencias falsas mediante la evidencia. Tampoco para persuadir con la propuesta mejor calculada.

De hecho, recuerdo un ejemplo extremo: en una ocasión el candidato simplemente rechazó la evidencia de que un acto de habla suyo tuvo impacto sobre la volatilidad cambiaria. Ante las pruebas, se limitó a responder “no, no, no” y ya. Más tarde, al inicio de su gestión el candidato- ahora-presidente negó que se dejara de importar un insumo energético, como se decía. Poco después, la dependencia autorizada en la materia confirmó los rumores y desmintió al presidente. O sea que, estamos ante una inverosímil resistencia al dato: a la palabra que dice verdad. De ahí que cueste trabajo escucharla.

Lo interesante es que el éxito del candidato obedece fundamentalmente a su palabra. Ha hablado por 18 años. Así se sobrepuso a la obstaculización de empresarios, presidentes, partidos, medios de comunicación, y reformas electorales. Así atrajo un respaldo político inédito en el México post año 2000. Más allá de toda simpatía o antipatía hacia el candidato-ahora-presidente, el paso del tiempo ha hecho patentes y abrumadores sus logros.

Y en el transcurso, se le ha visto variar de estrategia. De suerte que no cabe sino concluir dos cosas: él sabe lo que hace y los irritados no lo están entendiendo bien. Me viene a la mente la imagen de aquel juguete en el que un bebé debe introducir una figura geométrica al interior de una esfera plástica a través del orificio correspondiente. Y me figuro al niño, obstinado, insultado al triángulo por no entrar en la figura de la cruz. Pues bien, lo que sigue es un intento por abandonar la obstinación de querer mirar al candidato- ahora-presidente forzosamente a través de un entendimiento a la Platón de la palabra.

Porque desde siempre la palabra también ha sido creadora. En el principio era el verbo afirma el evangelio con el mismo término griego que utilizaba Platón para “palabra”: logos. Está ahí contenida la esencia misma de la tradición judía que informó el pensamiento occidental a través del cristianismo: y dijo Dios… y llamó Dios. Jehovah creó con su palabra. Así explica el relato bíblico el origen de la tierra y de las aguas. Acaso convenga aquí una precisión, pues hay despistados que acaban perplejos, acusando imprecisiones o contradicciones bíblicas por haberse aproximado al “Génesis” como a un tratado de academia. Pero ese relato no es ciencia; es mito, y como tal pretende fundamentar, no describir.

Así, cuando la tierra era caos, Yahvé comenzó a nombrar, a distinguir para que aparecieran la luz y las tinieblas. Lo que revela el texto bíblico no es -al menos no necesariamente- la creación de la materia mediante el sonido; sino el ordenamiento mediante el concepto. La creación del cosmos, del orden, obedece al pensamiento.

El mundo, nuestro mundo, existe por la palabra. Por sobre todos los mundos, el político es la creación de la palabra humana. La expresión última de este hecho reside en la ley, que es ordenamiento escrito, signado. Merced a una constitución aparece un pueblo donde antes no lo había. La ley es la expresión final de la palabra política porque obliga con base en una configuración previa de significados que vinculan.

En efecto, este es el sentido que Aristóteles dio a su famosa tesis del zoon politikon: “La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: […] el hombre es el único animal que tiene palabra.” (Política 1253a10) (1253a, 10). Esto es: antes de una legislación, la palabra que esta contiene ha de vincular, mediante la construcción de un mundo común: nociones compartidas de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, de lo deseable y lo indeseable.

Este es el cosmos que construimos al hablar, al interpretar nuestras experiencias y darles voz. Repito: el cosmos es fruto de la palabra, y el cosmos político como el que más. Pues bien, mi conjetura es que mediante la palabra el candidato-ahora presidente ordena un mundo, constituye realidades, define la experiencia. Y lo hace deliberadamente. Por ello, irrita a quienes buscan que su dicho diga verdad. Desde esta incomprensión es fácil llamarle ignorante, falsario, improvisado, errático, demagogo. A su vez, quienes lo siguen no pueden sino ser vistos como ignorantes o de pensamiento romo. Pero antes de aventurar un juicio, conviene comprender al propio candidato-ahora-presidente.

Deliberación. No hay improvisación ni ingenuidad alguna cuando el candidato habla. Se le ve sentado con la espalda echada para atrás, lleva ropa ordinaria y se expresa con frases vernáculas. Se mofa de su ritmo lento para pronunciar y de su entonación del sur, que es tierra sin industria, dejada de la modernidad, casi prístina. Nada de esto es accidental, es la imagen del que no calcula ni engaña, la imagen de la transparencia hasta el límite del perjuicio propio. Sus asesores lo instan a no decir esto o aquello, pero él nada puede contra su autenticidad.

El candidato es honesto a pesar de él mismo; es víctima de su verdad. Justo por ello ofrece la imagen propicia para creer. En contraste, al sujeto de traje impecable y cabello acartonado, al que habla con la propiedad de la respuesta prefabricada, es decir al personaje calculado, a ese no se le puede creer nada. Es un ser ficticio. Su voz es mentira, aunque bien pueda decir verdad1 .

Estrategia. Al pretender la presidencia por tercera ocasión, de pronto candidato desnudó su cálculo. Desde una emisión de la pantalla chica2 reveló que él hace pedagogía política. Repito: pedagogía política. Ante el oído de su confesión me pareció que hasta a sus interlocutores se les escapó la dimensión de lo dicho: él habla para enseñar en qué consiste la cosa pública. Fue un trabajo de años, continuó el candidato, que se internalizará, que los dos partidos que habían ocupado anteriormente la presidencia eran lo mismo, para lo cual incluso acuñó vocablos como PRIAN.

De manera similar, se avocó a colocar la idea de que hay una “mafia en el poder”. Ambas tesis son algo disparatadas, pues ni el PAN y el PRI son lo mismo ni es preciso hablar de una mafia en el poder. Pero el candidato tiene claridad absoluta: él es un dirigente político. Su trabajo, dijo, consiste en informar, orientar, concientizar. “Informar” significa tanto “enterar de algo” como “dar forma”; “orientar” es a la vez “dar información” y “dirigir hacia un lugar determinado”; “concientizar” es “hacer que alguien sea consciente de algo”.

De modo que el político, revela el candidato, da forma, dirige, crea consciencia. Su palabra hace mucho más que describir. Por ello los tecnicismos resultan inútiles, pues no llegan a nadie. De ahí su preferencia por polarizar ambigua y vagamente: crisis/ esperanza, corrupción absoluta/honestidad innegociable, más de lo mismo/ transformación, neoliberalismo/justicia social. Cifrar el cosmos político en tales términos dicotómicos facilita bastante escoger una lectura.

Nuestra realidad es, pues, crisis y bancarrota inaceptable a causa del neoliberalismo y su rapaz inmoralidad… dice el candidato. La mera idea de que el candidato triunfó porque esa terrible realidad se impuso es muestra del éxito de su palabra. Debo renunciar a tratar de caracterizar lo que sea nuestra realidad de modo enteramente objetivo; opinamos siempre desde nuestro condicionamiento social, desde nuestras preferencias ideológicas y nuestras motivaciones inconscientes.

Está claro que la vida política de México dista mucho del paraíso. Aun así, es una insensatez sostener que estemos tan mal, ni respecto a nuestra propia historia ni respecto a naciones “comparables”. Piénsense en los avances en cobertura educativa, en porcentajes de vacunación infantil, en la cantidad de información que ahora es pública, en el acceso a bienes y servicios, en la solidez de nuestro sistema financiero, en que van dos veces que México -a diferencia de otros países- se salva de la bancarrota. En fin, quiero decir que tener espacio amplio para mejorar no equivale a vivir en un país en crisis y devastado.

Pero los datos son siempre maleables, dicen mucho y nada a la vez. En particular los datos que dos o tres entienden y que se ofrecen sin contexto: cifras de inflación, la composición de la deuda pública, el papel de las reservas internacionales, las políticas fiscales progresivas, o los resultados de las políticas públicas contra la pobreza inter-generacional.

Frente a este tipo de evidencia tan maleable, tan árida y para audiencia experta, la palabra que la interpreta se vuelve absolutamente fundamental. Es esta narrativa la que configura una realidad política cuya fuerza puede rebasar la de los datos mismos.

Fuerza. Justamente en esta narrativa descansa la fuerza del discurso del candidato-ahora-presidente: habla al por qué, no al cómo. A varios les parece muy reduccionista que siempre la causa de un mal sea “la corrupción”, “la mafia en el poder”, “la política neoliberal”. En el mejor de los casos se tratará de una verdad incompleta… pero también es simple y, por ello, bien adecuada a nuestro modo simple de razonar. Esta verdad se entiende, se rememora.

Más importante aún: el discurso del candidato explica. Su palabra sitúa una realidad indeseable, por ejemplo, los 53 millones de pobres que hay en el país, en el entramado de nuestras creencias morales y nuestras ignorancias político- económico-administrativas, obedece la pobreza a la inmoralidad de las políticas neoliberales y lo corrupto de sus ejecutores. Así, encontramos causas que remiten a un origen profundo y no falsable3 ; pero convincente. Justo por ello la narrativa resiste con gran fuerza la merma que pudieran hacerle pifias como una diferencia entre 10 o 100 millones de pesos en los costos estimados de la corrupción, por ejemplo.

Porque, independientemente de la cifra correcta, lo indudable es el porqué: la corrupción. He ahí un discurso sólido, blindado precisamente porque es una razón; no un cálculo, un dato. Una sola cifra puede minar o respaldar una afirmación; pero nunca lleva a entender… como las fechas en la historia. Explicaciones simples y no falsables, coherencia con el resto de nuestras intuiciones e ignorancias, consistencia con los aspectos repugnantes de lo que se ve: he aquí los elementos del candidato-ahora-presidente para ordenar el mundo.

La creación del cosmos obedece a la razón, y el candidato da razón. “La corrupción, la camarilla, los neoliberales dejaron el país en ruinas, hecho un desastre, en una profunda crisis repite habitualmente. “Corrupción”, “camarilla”, “neoliberales”, “ruinas”, “desastre”, “crisis” … Nada de ello describe. Empíricamente no hay modo claro de determinar si hay una profunda crisis o una camarilla en el poder. Nada de ello puede falsarse.

El uso correcto de estos términos no está, no puede estar determinado por la evidencia. Es la palabra en su uso creador: esto es lo que has de ver. En contraste, la pregunta por el cómo es la pregunta por la técnica. He aquí una palabra que da confianza por ser un cálculo. Esa es toda su virtud. No obstante, justo por ello, quien hierra aquí en un dato pone en cuestión su discurso entero, es vulnerable a simple omisión de un punto decimal.

La credibilidad del técnico cae si yerra con un dígito. Más importante aún: el potencial de la palabra técnica no se asemeja ni remotamente al de la razón que explica. El cálculo y la precisión del instrumento no son palabras que vinculen: aunque indiquen cómo llegar a un destino, no dicen por qué alguien habría de querer dirigirse ahí, ni por qué no está ahí.

La pregunta por la técnica no configura experiencias ni ordena realidades. En el fondo, el discurso técnico no explica por qué existen 53 millones pobres, por retomar el ejemplo. Piénsese en respuestas como: fallas en la implementación de una política pública, difícil acceso a servicios de salud o educativos, políticas regresivas, desigualdad, etc. dan pie a que se responda: “sí, pero, por qué; ¿por qué no hacen/dejan de hacer aquello que genera la pobreza/desigualdad/políticas regresivas?” hasta que alguien acude a la explicación simple, por corruptos.

Porque el neoliberalismo (lo que sea que esto sea) está mal. La palabra técnica, la respuesta al cómo es, en su mejor vida, una ruta, un esquema, un cálculo; pero no convoca, no seduce, no enseña. Lo que vinculan son los fines comunes, las razones, la configuración del mundo político. Se trata de valores compartidos que, al distinguir lo que está bien de lo que está mal, convocan a moverse hacia el destino bueno. Son narrativas que invitan a participar en la mejora de la comunidad, que dan sentido a nuestro mal momento actual y esperanza en nuestro devenir.

No son enunciados de estadística, de modelo frío e inhumano. De ahí que el discurso del candidato perdedor (“yo sí sé hacer políticas públicas”) haya sido tan verdadero como absolutamente irrelevante en la con tienda presidencial del 2018. Fuchi, guácala. La expresión es desafortunada. En su versión completa rezó “¡Al carajo la delincuencia, fuchi, guácala!”4 y, tan pronto se pronunció, devino en objeto de burla y crítica. Vista detenidamente, empero, no creo que el enunciado sea un disparate. Revela un componente fundamental de lo que el presidente López Obrador entiende por “transformación”. Un poco de memoria de la teoría de la acción kantiana ayuda en este punto.

En nuestra vida ordinaria juzgamos cualquier acción mediante nociones generales de lo que es bueno y lo que es malo. Es un proceso pocas veces consciente, deliberado; pues de otro modo tardaríamos años hasta para ceder el paso. Concepciones, sí, ambiguas, vagas, implícitas, inconsistentes y todo lo que se quiera; pero también reales.

Con ellas filtramos los múltiples impulsos que tenemos para actuar, tras lo cual algunos nos mueven a la acción y otros no. Y sucede que en este país la corrupción no parece quedar mal parada tras dichas evaluaciones ordinarias e inconscientes. Robar unos millones, sobornar para hacerse de un contrato o influir para librar requisitos, son actos que ya no merecen condena moral, sino aceptación o, al menos, resignación.

Según mi lectura, mucho del discurso presidencial pretende, con razón, combatir ese cinismo de nuestra vida pública. Fuchi, guácala revela que el presidente advierte que la ubicuidad de nuestra delincuencia tiene una raíz moral. Allí dirige su chascarrillo: la delincuencia, y por ende la corrupción, no puede seguir siendo valorada positiva o neutralmente, ni aún con resignación. Y había que dirigirlo así para aligerar la audiencia, relajando su mente a fin de que absorbiera la lección. Hay, pues, que deslegitimar la corrupción.

Desde luego, variar eso es llegar al fondo del asunto. Es cuestionable que para ello el presidente recurra a este tipo de expresiones… algo dirá de la inteligencia que concede a su audiencia. Aun así, está claro que cualquier cambio que aspire a ser una transformación precisa incidir en las mentalidades, en las creencias. Puesto de otro modo, nuevamente nos encontramos con la pedagogía política. Justo por ello me pregunto si un gobernante ha de transformar así cosa alguna. Entre liberales, por ejemplo, suele distinguirse entre el ámbito público y el privado, entre las dimensiones interna y externa de la libertad. Es una distinción que se origina en la aversión liberal al gobierno y la afirmación absoluta de las libertades individuales.

De modo que para un gobierno liberal importaría sólo que las personas se abstengan de cometer actos de corrupción, al margen de cómo los valoren (como buenos, normales o necesarios). Su valoración es un asunto interno e individual que no le compete a la autoridad. Insisto, desde un punto de vista liberal… no tendría por qué importarle al presidente. Prensa fifí. Los embates contra la prensa, en ocasiones individualizados contra periódicos y periodistas, han escandalizado a varios. Han sido directos, con motes, y a través del foro inigualable que representan al presidente sus conferencias mañaneras. Se le ha visto apuntar diapositivas y leer nombres; victimizarse por la cobertura injustísima que se hace de su Transformación.

A mi parecer, quien advierta en ello ataques contra la libertad de expresión juzga apresuradamente. Porque las denuncias del presidente no suelen venir aparejadas de intervenciones, de llamadas “disuasivas”, de expropiaciones ni demandas. Y es que todo ello resulta innecesario dado que el cometido del presidente es otro, es político según su comprensión de esta tarea. Quiero decir: el presidente busca enseñar a ver la cosa pública, y en esta instancia, la tarea pedagógica precisa deslegitimar. Me aclaro un poco más: para controlar la narrativa, el presidente resta toda pretensión de verdad a la prensa que objeta su administración.

Naturalmente, uno podrá objetar que se deslegitime a la prensa. También quisiera creer que los medios de comunicación nunca tienen más agenda que informar con objetividad en tiempo y forma. Da un poco igual: porque el presidente entiende que conducir la nave es hacer pedagogía política. Por otro lado, si la aprobación presidencial suele estar por arriba del 50 por ciento a pesar de todo lo que reporta la prensa5 , uno se pregunta si no es que acaso el presidente es bastante hábil con la palabra. Ahora bien, si enseñar a ver es, en algún sentido, crear un mundo, hay otro modo de hacer cosas con palabras. Valga recordar a J. L. Austin, y su interesante propuesta y su horrible término performatives.

Dijo el filósofo anglosajón, en sus conferencias dictadas hacia 1955 y publicadas como How to Do Things with Words, que hay ciertos usos del lenguaje que no consisten en describir sino en realizar, y su ejemplo, ya clásico, es: cuando un hombre afirma “acepto (a esta mujer como mi legítima esposa)” no está describiendo un estado de cosas; se está casando. Está, por ello, creando una realidad. A esos usos del lenguaje Austin llamó performatives.

La idea de Austin es sugerente para lo que nos ocupa, porque advierto a muchos cuestionando al presidente y a su Cuarta Transformación en clave descriptiva. ¿Acaso no hubo más de tres?, ¿es que se está comparando con Juárez?, ¿no será más importante la alternancia democrática? No pienso que vaya por ahí. Por el contrario, la palabra crea: el candidato es el cambio; su movimiento es la esperanza; esto que vives es la Cuarta Transformación.

Y no sólo la gente asiente, forma parte del profundo cambio. Veamos. Comienzo por el caso de las consultas para cancelar el Nuevo Aeropuerto Internacional de México (octubre, 2018), para cancelar la construcción de la cervecera Constellation Brands (Marzo, 2020) o para someter a juicio a los últimos cinco expresidentes (a realizarse en 2021). Sin duda las primeras fueron actos estadísticamente desechables, pero no importan en tanto que procedimientos para la toma de decisiones, sino como actos políticos.

No eran literalmente, descriptivamente, ejercicios democráticos de participación ciudadana para decidir el rumbo de la cosa pública, lo eran creativamente. Quiero decir, lo que importaba era preguntar, tan solo ello bastaba para que el pueblo –magnífica abstracción– mande. Habiendo preguntado, México es ya una democracia participativa. Las cosas cambiaron, esto es la Cuarta Transformación.

Y ya se puede ver que la consulta para enjuiciar a cinco expresidentes de México por probables actos de corrupción ha de entenderse de manera análoga. Desde luego que ejercer justicia no se pregunta y ya se contaba con los elementos para poder iniciar procesos en caso de contar con evidencia relevante. Pero, lo importante es crear un México de democracia participativa, importa únicamente preguntar y responder, tan solo las palabras bastan.

No se trata de procedimientos penales; no se trata de recibir un mandato de los votantes; no se trata de justicia… es pedagogía política. Las conferencias matutinas del presidente suman, al 15 de octubre del 2020, 473. Hay aficionados a las cifras que se han ocupado de contar las verdades y no- verdades de estos ejercicios de comunicación6 , pero me parece que se distraen del hecho de que se trata de actos políticos.

Esto es, la función primordial de las llamadas mañaneras, no es transmitir información, es crear un orden político. Piénsese en Daniel Cosío Villegas, cuyo Sistema Político Mexicano (1972) caracterizó el modo priista de gobernar como la conducción tras bastidores. Pues bien, ahora el presidente sale, y quizá no informa ni responde a lo que se le pregunta, pero habla. No por ello se gobierna democráticamente, no por ello se rinde cuentas, pero el presidente está ahí, a la vista, con su palabra. Las cosas cambiaron. Palabra creadora.

¿Demagogia? Dice María Moliner que la demagogia es una “práctica política, que puede manifestarse, por ejemplo, en un discurso, que tiene como fin predominante agradar o exaltar a las masas, generalmente con medios poco lícitos”. (Moliner 2017, 9) Con una definición así, es difícil pensar en un discurso político que no sea demagógico. En todo caso, y como suele suceder con los términos políticos, su vaguedad es tal que acaban por utilizarse en función de elementos subjetivos. Dicho de otro modo, juzgar que la Cuarta Transformación es demagogia reporta más la apreciación subjetiva del juez que transmite información sobre cómo el presidente utiliza su palabra. Aquí –en estas páginas– no me preocupa decir “sí” o “no” a la aplicación de estos vocablos acentuadamente valorativos.

Me ocupa más bien preguntarme si se gana algo de comprensión con afirmar que el candidato-ahora- presidente es o no un demagogo. Y me parece que no. ¿Ideología? Dice Karl Mannheim, en su estudio seminal sobre sociología del conocimiento Ideología y utopía, que cabe hablar de ideología siempre que se sospecha que lo dicho por el hablante no basta para conocer la intención real de su discurso.

Viene al caso si nos queda la sospecha de un interés no manifiesto, oculto quizá al hablante mismo. Y en última instancia, el criterio para saber si realmente se está ante un discurso ideológico es la práctica política. ¿Corresponde o no a la realidad la palabra que se escucha? En este sentido, muchos han señalado que la realidad está por alcanzar al presidente, los indicadores económicos y de seguridad, sobre todo, terminarán por derrumbar la narrativa presidencial7 .

Vez tras vez, no obstante, los pronósticos han fallado: el presidente no ha variado su estrategia comunicativa, y tampoco su credibilidad en general. Más aún, de incorporar al análisis la palabra “ideología”, persiste la dificultad para conocer la intención real del presidente. Por mi parte, no quisiera sugerir que la función creadora de la palabra equivalga al engaño, la simulación o la manipulación.

No es palabrería. Ese camino se me antoja poco fructífero. En todo caso, casi cualquier voz da cuenta del éxito del candidato-ahora presidente como hacedor de realidades. Este México que vemos es, en mucho, el México que él nos enseñó a ver. Aunque muchos datos podrían servir para dibujar un país del que no se hable en términos de crisis, devastación, saqueo, mafia en el poder, camarilla… etc. no hay quien rehúse esa realidad. Incluso sus detractores suelen empezar diciendo “aunque comparto el diagnóstico…” o lo que es lo mismo: aunque acepto su visión del mundo, su pedagogía sobre este México, quienes lo apoyan, ni disminuyen ni cesan en su aprobación.

Acaso nos quede la lección de que, quien quiera oponerse al presidente, deberá enfocarse mucho más en la narrativa que en los datos, en configurar un mundo común, enseñar a ver la cosa pública de modo que convoque, que vincule. Deberá aprender a hacer pedagogía política.

Biografía

1 Dato interesante: los estudios realizados por el profesor Albert Mehrabian de la Universidad de California, en Los Ángeles, sobre mensajes no verbales, hoy de uso común, concluyeron que 55 por ciento de la comunicación consiste en lenguaje corporal, 38 por ciento en la entonación de la voz y sólo 7 por ciento en las palabras enunciadas. Seguramente habrá quien dispute los porcentajes precisos. Está bien. Basta con señalar la importancia preponderante del decir sin hablar.

2 Entrevista en Tercer Grado, 3/5/2018 (Rematar con punto y agregar la fuente en Internet cerrando con la fecha de consulta.)

3 En su Lógica de la investigación científica, Popper propuso como criterio para aceptar una teoría, hipótesis o predicción, que pudiera ser falsable: que pudieran precisarse condiciones que la refutarían. Pensaba que, como muy probablemente no reconoceríamos la verdad (coma) aunque la tuviéramos en las manos, al menos podríamos aspirar a deshacernos de las ideas falsas.

4 Discurso del presidente durante su gira por Tamaulipas, septiembre 9, 2019.

5 Aquí se puede apreciar un registro de la aprobación presidencial: https://www.eleconomista.com.mx/politica/AMLOTrackingPollAprobacion-de-AMLO-26-de-octubre20201026-0021. html

6 Ver Spin, Taller de comunicación política: http://www.spintcp.com/conferenciapresidente/ 7 El texto de Jorge Castañeda “Las encuestas y el mal humor presidencial” en la revista Nexos es un buen ejemplo: https://jorgegcastaneda. nexos.com.mx/?p=168

13 de abril de 2021