El “tono sepia” de Don Winslow
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El “tono sepia” de Don Winslow

Rodrigo Coronel

Las historias nos identifican y definen, son el manto bajo el cual una colectividad, con independencia de su tamaño, se reconoce. En lo personal ocurre más o menos lo mismo. Somos las historias que vivimos, el relato que da coherencia a nuestra identidad. Eso lo sabía bien Freud, novelista agazapado en la identidad de doctor vienés.

Las naciones —ese concepto ahora tan escabroso—, para serlo, se cuentan a sí mismas sus propios momentos estelares, aquellos chispazos de genialidad y valentía que dieron rumbo a sus creencias y ambiciones, si las hubo, desde luego. La historia “oficial” se encarga de ello. En México nos ha dado un cierto contexto que ordena la abigarrada complejidad de los acontecimientos en una cronología más o menos congruente.

Esa línea argumentativa termina reforzada por determinados rituales cívicos: el Grito de Independencia los quinces de septiembre, o la marcha del Ejército en conmemoración de la Revolución mexicana –con mayúscula, como aconsejaban los muy mayores- los veintes de noviembre.

Como bien apuntaba Jorge Ibargüengoitia, desde la “historia patria” —Whatever that means— hay un esfuerzo evidente y continuado por delinear la identidad mexicana en los parámetros de la valentía, sin embargo, todos estos afanes terminan reducidos a ciertos acontecimientos más bien inocuos, como que Miguel Hidalgo era pelón, que Juárez murió de angina de pecho o que Madero era chaparrito y espírita.

Todo es susceptible de ser historiado. Con los recursos adecuados, una batalla intrascendente puede adquirir dimensiones insólitas. Desde luego, hay otros fenómenos que bien valen la pena ser novelados por desplegar en sí lo mejor o peor de la naturaleza humana. El narcotráfico, por ejemplo, es un terreno fértil para el drama por las muchas aristas que en él se despliegan: la ambición, el poder, el dinero, pero también el deber o la dignidad de quienes se oponen a su fuerza destructora, desde el Estado o la sociedad.

Don Winslow se asomó a ese mundo y de él tomó un relato que bien podría pasar como una aproximación a la historia canónica del crimen organizado en México. En El poder del perro, la primera novela de la trilogía que lleva el mismo nombre –compuesta además por los libros El cartel y La frontera- Winslow dio sentido a la historia “pública” del narcotráfico desde la década del 70 y hasta finales de la del 90.

El autor echa mano de algunos de los grandes hitos que han configurado la historia oficial del tráfico de drogas en México, y los hila coherentemente en el tejido de su historia. Desde sus comienzos como una federación criminal bajo el mando de un agente ministerial retirado, hasta colocarla como el eje de la balanza de la vida política y económica del país décadas después, Winslow no ahorró acontecimientos bien conocidos en la construcción de ese actor omnipresente en el imaginario popular. 

En su reconstrucción, el “narco” es lo suficientemente poderoso como para atentar contra la vida de un candidato presidencial, asesinar “accidentalmente” a un jerarca de la Iglesia y salirse con la suya, o como para doblar las manos de una, o varias, agencias de investigación estadounidenses. Winslow dota al narcotráfico de una dimensión monstruosa –que la tiene, por supuesto, sobre todo en lo que se refiere a sus consecuencias sociales-, me refiero aquí a sus alcances, que no a su violencia, dolorosamente real.

Oswaldo Zavala, periodista y teórico de las palabras, ha puesto en entredicho el discurso que perfiló el crimen organizado como un ente poderosísimo e imbatible. Ese discurso, explica en su libro Los cárteles no existen, ha trascendido las histriónicas intervenciones públicas de algunos agentes del Estado, para adoptarse por el público mediante la prensa, la televisión, el cine y la literatura. Con sus libros, Winslow profundiza en ese perfil.

El poder del perro, y las dos novelas subsecuentes, giran también en torno a las tribulaciones morales de su protagonista: Art Keller, agente estadounidense con ascendencia mexicana y una educación lo suficientemente católica como para martirizar su subconsciente a costa de culpas reales y ficticias. Keller es un hombre testarudo, con las cualidades propias de un mártir cristiano, uno que no teme echar mano de la espada o el flagelo contra sí mismo. A su lado, o contra él, todo un catálogo de personajes delinea el mundo violento del narcotráfico: matones al por mayor, policías corruptos y miserables o buenos y sufridores, prostitutas que resisten las muchas violencias que las cruzan; hombres y mujeres, en fin, que medianamente sobreviven en un ambiente así de implacable.

En el principal acierto de la novela se cifra, quizás, también su mayor defecto, uno, me adelanto, no atribuible a su autor. Winslow es escritor y a eso se dedica: escribir. Su versión sobre el narcotráfico es canónica, tanto es así que para algunos incautos con poder —como ciertos periodistas— este libro es también una fuente sobre el fenómeno. Más allá de la evidente mala praxis periodística por tomar como referente un texto de ficción, el gesto dice mucho de la influencia que una novela ejerce sobre el público y las posibilidades para modelar su visión.

Hace algunos meses un chiste aterrizó en Twitter. Lo detonó la forma en la que México es representado en las series de Netflix o en algunas producciones cinematográficas. En éstas, un tono sepia se aprecia en las escenas que se desarrollan en el país. Los paisajes que retratan son casi siempre desérticos y ponen a cuadro un modelo específico de mexicano, uno semejante a un vaquero vagabundo: sucio, mal afeitado y con el cejo contraído. Las novelas de Winslow son ese tono sepia que termina por apreciarse cada vez que, desde el extranjero, pero especialmente desde Estados Unidos, se aborda el narcotráfico. A diferencia de las producciones de Netflix, ese tono sepia lo han colocado los consumidores… de novelas.

Coronel, R. (Julio 2023). El “tono sepia” de Don Winslow. Revista Zócalo, (281), 63.

7 de julio de 2023