Rodrigo Aviña Estévez
Pocos cineastas en activo logran construir relatos donde la épica del paisaje y la pequeñez de los destinos individuales se funden con tanta naturalidad como el director pekinés Guan Hu lo hace en Black Dog/Gou Zhen (2024). Lo que a simple vista podría parecer otra fábula de redención entre un hombre y su perro, se revela en cambio como una devastadora crónica sobre la obsolescencia de los cuerpos y las memorias en la maquinaria impersonal del progreso.
Filmada en los márgenes del desierto de Gobi, en una ciudad ruina de la modernización china, la película se erige como un retrato sombrío del costo humano y animal del desarrollo capitalista tardío, precisamente en el umbral de los Juegos Olímpicos de Beijing 2008: evento emblema de la nueva cara internacional que el país ansiaba mostrar.
Exhibida en la 77 Muestra Internacional de Cine de la Cinética Nacional, Black Dog presenta a Lang (Eddie Peng), una antigua estrella local de rock que vuelve a su ciudad natal después de cumplir 10 años de prisión por homicidio involuntario. Su regreso no tiene la mística del héroe: apenas quedan personas en ese lugar semidesértico y las que permanecen, atrapadas en un presente sin porvenir, lo miran con desconfianza o con la nostalgia opaca que sólo los desahuciados comparten.
Obligado a trabajar en una patrulla de captura de perros callejeros para sobrevivir y cumplir su libertad condicional, Lang encarna desde el primer minuto una figura de despojo: un cuerpo que, como el entorno que lo rodea, ya no parece tener lugar en el porvenir radiante que promete el Estado chino.

Desde sus primeras escenas, Black Dog propone una estética de la extinción: los amplios planos generales registran una topografía blanquecina y deslavada, casi monócroma, donde los edificios abandonados y los paisajes polvorientos actúan como extensión física de la existencia de sus personajes.
No es coincidencia que en la película aparezca actuando en un pequeño papel y el realizador Jia Zhangke, quien al igual que Guan Hu pertenecen a aquella Sexta Generación de cine en China en el que la realidad social urbana es una constante para fustigar las consecuencias del extremo capitalismo.
Estilísticamente y en el tono, Black Dog remite incluso al cine del japonés Takeshi Kitano al introducir también una veta tragicómica de violencia seca y absurdismo melancólico, una sensibilidad en ocasiones tan agresiva que resulta inusitada; no sólo eso sino que es imposible no asociar el comportamiento de su protagonista tan serio y ensimismado con los personajes que Kitano mismo ha interpretado en sus películas como Violent Cop (1989), Sonatine (1993), o aquella bellísima pieza que es Fuegos Artificiales/Hana-Bi (1997).
El encuentro de Lang con el perro negro, un animal también marginado y acusado de ser portador de una amenaza invisible como la rabia, detona la posibilidad de una redención que no tiene nada de sentimental. El vínculo que se establece entre ambos no obedece a una necesidad superficial de compañía; se trata, más bien, de un reconocimiento mutuo, de una identificación profunda en la desgracia y la exclusión.
Ambos han sido relegados al borde de la existencia, arrastrando un estigma que los vuelve invisibles o, peor aún, temidos por los demás. En el cruce de sus miradas se condensa algo más que la mera solidaridad: es la constatación de que todavía queda, en medio del abandono, un resquicio para la empatía verdadera, una resistencia última a la desaparición total.
No buscan salvarse el uno al otro, ni llenar un vacío afectivo, sino simplemente afirmarse como presencias vivas frente a un mundo que ya los da por perdidos. Así, en su alianza silenciosa, se revela la posibilidad de un tipo de redención áspera, despojada de consuelo fácil, nacida de la aceptación radical de la propia herida.
La puesta en escena de Guan Hu evita siempre el golpe fácil. Aunque la historia avanza hacia una suerte de alianza entre Lang y el perro, el relato se cuida de ofrecer un cierre complaciente. La ternura entre ambos existe, sí, pero no elimina la precariedad ni garantiza la salvación. La cámara mantiene casi siempre una distancia prudente, reforzando la sensación de que toda intimidad aquí es frágil, provisional, a punto de ser demolida como las últimas estructuras de la ciudad.
Asimismo, la película inscribe la violencia en pequeñas acciones cotidianas: los métodos brutales de captura de perros, las extorsiones disfrazadas de labores oficiales, el desprecio cotidiano hacia los pobres y los marginados. Guan Hu no necesita mostrar grandes gestos de brutalidad estatal; le basta con registrar los efectos de un intento salvaje de modernización que abandona selectivamente a quienes ya no resultan útiles. En este paisaje moral, Lang es tanto víctima como culpable, una figura ambigua cuya soledad lo emparenta no sólo con su nuevo compañero canino, sino con todos aquellos espectros que deambulan en las ruinas de un futuro que nunca los incluyó.
No obstante, es clara la postura del realizador hacia su protagonista lleno de empatía proporcionada también por su regreso, un nuevo comienzo que plantea una bondad hacia aquellos seres enfrentados a este sistema hostil y de relego. Y es que Black Dog no se limita a ilustrar el derrumbe social: también reflexiona sobre los mecanismos simbólicos que sustentan el olvido. Uno de los gestos más sutiles y más poderosos de la película es la manera en que integra el medio de la radio.

Una vieja bocina que se escucha como eco omnipresente en todo el pueblo, difundiendo eslóganes y anuncios entusiastas sobre la inminente inauguración de Beijing 2008, mientras los perros son cazados, los edificios derruidos y las personas desaparecen sin ruido ni ceremonia. Lejos de articular una promesa de comunidad o de memoria compartida, la radio aquí funge como un instrumento de propaganda decadente, una voz mecánica que celebra una modernidad que se construye, literalmente, sobre la eliminación de todo aquello que no encaje en su narrativa triunfal.
Es en esta disonancia, entre los anuncios optimistas y la imagen brutal de un mundo que se descompone, es donde Guan Hu encuentra una de sus críticas más agudas al discurso oficial. En su conjunto, Black Dog no sólo denuncia las violencias visibles del poder, sino también las formas invisibles de exclusión que subrayan la precariedad y el sentimiento de encontrarse solo. Guan Hu entrega una de las obras más incisivas y conmovedoras del cine chino reciente: un poema sombrío dedicado a los cuerpos descartados que, sin embargo, siguen caminando, aún sin ser invitados, hacia un horizonte que no les pertenece.
Al final del largometraje, éste cierra con una dedicatoria para todas aquellas personas que se atrevieron a comenzar de nuevo. Esa frase, colocada al final de una historia donde la redención no llega como promesa, sino como un gesto frágil y doloroso de persistencia, condensa la ternura áspera que atraviesa todo el film. Porque comenzar de nuevo no es un acto heroico, sino una forma íntima de resistencia; una manera de afirmar que incluso en los márgenes, donde el mundo parece ya no mirar, aún puede brotar algo parecido a la vida.
*Abogado y crítico de cine