Tania Arroyo Ramírez
La creación de la United States Agency for International Development (USAID) se remonta a la habilitación del Plan Marshall, una estrategia diseñada para responder a la urgencia de reconstruir la infraestructura y la economía europea tras el desastroso desenlace de la II Guerra Mundial.
Como parte de este programa surgieron organismos como la Mutual Security Agency, la Foreign Operations Administration y la International Cooperation Administrationcon el objetivo de crear mercados para Estados Unidos, reducir la pobreza y aumentar la producción en los países en desarrollo, y de paso “[…] aminorar la amenaza del comunismo al ayudar a los países a que prosperaran bajo el capitalismo.” (USAID, sitio oficial, 2024).
Estos programas de asistencia muy pronto se convirtieron en un componente clave de la política exterior estadounidense, de tal manera que el 4 de septiembre de 1961 el Congreso aprobaría la Ley de Asistencia Exterior, con la cual se institucionalizaba el asistencialismo. Bajo el amparo de esta ley, John F. Kennedy creó la USAID el 3 de noviembre de 1961 como una agencia federal responsable de planificar y administrar la asistencia económica y humanitaria de Estados Unidos en el mundo.
La USAID se proclamó como una agencia “independiente” a través de la cual se desplegaba la política exterior de Estados Unidos mediante la promoción del crecimiento económico, la agricultura, el comercio, la salud, la democracia, la prevención de conflictos y la ayuda humanitaria (USAID, sitio oficial, 2024). Sin embargo, el organismo estaba subordinado al Departamento de Estado y, en consecuencia, actuaba como un pilar fundamental del Departamento, desde donde se administraba la ayuda económica y técnica y se coordinaban los programas de ayuda militar en el extranjero.
Más allá de promover la democracia, el desarrollo y los derechos humanos, en realidad la Agencia funcionó como una fachada filantrópica bajo la que, por ejemplo, durante la guerra sucia en Latinoamérica operaron agentes de la comunidad de inteligencia que, como Dan A. Mitrione, un antiguo agente del Federal Bureau of Investigation (FBI) convertido en director de la Oficina de Seguridad Pública de la USAID, enseñaron la tortura científica y propiciaron golpes de Estado en la región. (Osorio y Enamoneta, 2010)
La transición al soft power
Con posterioridad a la Guerra Fría, el protagonismo de la USAID se incrementó. Desde la década de los ochenta, ante el desgaste de la Central Intelligence Agency (CIA) y el desdibujamiento del “comunismo” como el enemigo número uno de la democracia y el capitalismo, la potencia estadounidense venía modificando sus mecanismos de intervención. En ese momento, los académicos del status quo sostenían que el impacto de la hegemonía estadounidense sería mucho más poderoso si se privilegiaba la persuasión sobre el uso de la fuerza.
Se colocaba así el soft power (poder blando) sobre el hard power (poder duro). Este soft power, entendido como esa “[…] habilidad de obtener lo que quieres a través de la atracción antes que a través de la coerción o de las recompensas. Surge del atractivo de la cultura de un país, de sus ideales políticos y de sus políticas.” (Nye, 2010, p. 118), fue la base sobre la que se aplicó el cambio de protagonistas y medios para viabilizar las ambiciones imperialistas de Estados Unidos.
En este contexto, como señala Carlos Fazio, la USAID adquirió una importancia tal que se convirtió en “[…] un actor principal en el arte de la subversión y la guerra psicológica – en combinación subordinada con el Pentágono y la CIA –, y como arma de penetración vía el dinero.” (Fazio, 2011)
En este periodo, rápidamente, el organismo se convirtió en la cabeza de una enorme burocracia por la que se viabilizaban los financiamientos estadounidenses para, supuestamente, impulsar el desarrollo, la democracia y los derechos humanos en el mundo. Debajo de la USAID, quedó el National Endowment for Democracy (NED) y, a su vez, debajo de la NED fueron creados el American Center for International Labor Solidarity (Solidarity Center) para llegar al sector de trabajadores y sindicatos; el Center for International Private Enterprise (CIPE) para intervenir en el sector empresarial; el National Democratic Institute for International Affairs (NDI), como el brazo del partido democrático mediante el que desplegaba su influencia en el exterior; y el International Republican Institute (IRI), con la misma función aunque para el partido republicano.
Los recursos destinados a la “asistencia” pasaban así del Departamento de Estado a la USAID; luego a organismos como la NED; posteriormente llegaban al Solidarity Center, el NDI y el IRI; y estos, a su vez, los asignaban a proyectos propuestos por organismos no gubernamentales (ONG’s) y medios de comunicación denominados como “independientes”.
En sus más de 60 años de funcionamiento, la agencia llegó a contar con cerca de 10,000 funcionarios, operó en 120 países y logró ejercer un presupuesto anual de 42,800 millones de dólares, el equivalente al 42% de la ayuda humanitaria en todo el mundo (El Economista, 2025). La influencia de la Agencia se extendió como los tentáculos de un pulpo impulsando los intereses de Estados Unidos desde las sombras y bajo la fachada de la promoción de la democracia, los derechos humanos y la ayuda humanitaria.
La USAID y el terrorismo mediático
La ideología y los medios de comunicación han sido empleados históricamente por todo poder hegemónico para potencializar su influencia, sin embargo, en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, la ideología, la comunicación, la información y las telecomunicaciones adquirieron un rol fundamental en la intención de fortalecer la idea de que el modelo de democracia representativa impulsada por Estados Unidos debía ser el modelo a seguir y de que el capitalismo era la mejor forma posible de organización económica que podía ser desarrollada por la humanidad.
En este sentido, la USAID con el respaldo de los corporativos mediáticos nacionales e internacionales y un uso indiscriminado de las redes y las plataformas digitales, se convirtió en una herramienta desde la que se establecieron vínculos con grupos políticos nacionales que podían defender esas ideas tan intensamente promovidas por Estados Unidos y que, al mismo tiempo, gestionar los procesos de desestabilización de aquellos proyectos políticos que junto con la llegada del siglo XXI comenzaron a emerger en la región latinoamericana, y que si bien promueven ideales de justicia social también se han pronunciado en contra del imperialismo estadounidense y del avance del neoliberalismo en la región.
La adopción del soft power como la estrategia por excelencia para el despliegue de la política exterior de Estados Unidos en América Latina resultó ser una jugada maestra. Facilitó la transición de un patrón clásico de intervención en el que los militares tomaban el poder, para que posteriormente ellos mismos o determinados grupos políticos y/o empresariales afines a la agenda estadounidense, se convirtieran en sus promotores e impulsores; otro patrón que les permitía mantener el control y la influencia sobre la región sin que Estados Unidos se viera directamente involucrado, pues se recurría al golpe mediático, el lawfare (golpe judicial), el impeachment (juicio político) o el asalto de las instituciones previa instalación de un marco de violencia política, dando la impresión de que eran iniciativas populares conducidos por supuestos grupos de la sociedad civil.
El primer caso enigmático en este sentido fue el golpe de Estado en Venezuela en el año 2002. En esta ocasión, los dueños de los medios participaron directamente en el intento de destituir al presidente Hugo Chávez y de facilitar la toma de poder de Pedro Carmona, entonces presidente de la Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción de Venezuela (FEDECÁMARAS), un organismo que promueve la defensa de las libertades económicas, la libre iniciativa y la propiedad privada; y, además, utilizaron sus canales de televisión, estaciones de radio y las páginas de diarios para generar confusión y desinformación en la sociedad venezolana con respecto a lo que estaba sucediendo, así como para proyectar una imagen internacional que legitimaba el golpe como un esfuerzo por recuperar la democracia en el país.
En lo que respecta a la intervención de Estados Unidos, el propio Departamento de Estado en un reporte del 12 de julio de 2002 reconoció: “Está claro que la NED, el Departamento de Defensa (DOD) y otros programas de asistencia de Estados Unidos proporcionaron capacitación, fortalecimiento institucional, y otro tipo de apoyo a individuos y organizaciones que se sabe participaron activamente en la momentánea expulsión del gobierno de Chávez” (Departamento de Estado, 2002, p. 3).
Pero Venezuela fue sólo el primer proceso de desestabilización en el que Estados Unidos, a través de la USAID y otras agencias, y las viejas oligarquías, incluidos los dueños de los medios, pusieron en marcha un golpe de Estado blando respaldándose en la construcción de una operación psicológica de alcance nacional e internacional.
Si se observa con cuidado la presencia de la USAID o alguna otra subagencia se puede confirmar en varios de los procesos de desestabilización que han ocurrido en las últimas décadas en la región latinoamericana: Bolivia en el 2008; Honduras en el 2009; Ecuador en el 2010; Brasil 2016-2017; Perú y Argentina en 2022; y Brasil en el 2023; además, en todas estas coyunturas, os medios de comunicación tradicionales han tenido una participación fundamental y, de igual manera, son procesos que se han acompañado de campañas de propaganda negra que son difundidas en las redes y plataformas digitales.
Pero no debemos confundirnos, la participación de estas agencias no se reduce solamente a las coyunturas políticas, es permanente. Por ejemplo, en el caso de México desde la llegada de la 4T no se ha desarrollado ninguna crisis política, sin embargo, desde hace tiempo tanto la USAID como la NED han estado financiando organizaciones que tienen por objetivo desgastar la imagen de Andrés Manuel López Obrador, ahora la de Claudia Sheimbaum y, en general, la del proyecto de la 4T, tal ha sido el caso de “Mexicanos contra la corrupción y la impunidad” y de “Artículo 19”.
Adiós a la USAID ¿Un cambio en el patrón de intervención?
Entre el 5 de noviembre y el 20 de enero Estados Unidos dio la bienvenida a una administración republicana respaldada en el retorno de Donald Trump. Durante el periodo de transición, Trump se mostró como un presidente dispuesto a desarticular lo que describía como un establishment corrupto y extremadamente abierto a la agenda “woke”; y con respecto al continente americano, amenazó a México y Canadá con imponer aranceles elevados. Vociferó sobre la compra de Groenlandia y explicitó sus intenciones de recuperar el control sobre el Canal de Panamá. Propuestas todas ellas cobijadas por la poderosa idea de “Make America great again” (hacer a Estados Unidos grande otra vez).
Ya durante la toma de posesión, el nuevo mandatario, firmó órdenes ejecutivas, confirmando su tendencia a gobernar mediante la acción unilateral. Uno de los primeros decretos firmados por Donald Trump fue el de la creación del Departamento de Eficiencia Gubernamental en los Estados Unidos (DOGE), comisión temporal del gobierno que, a cargo de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, se dedica a aplicar estrategias que implican recortes presupuestales, reducciones de personal y, convenientemente para Musk, actualizaciones tecnológicas, con el fin de eliminar organismos y programas gubernamentales “redundantes”.
Una de las primeras víctimas de este nuevo departamento fue la USAID, la cual ha comenzado a ser desmantelada a pesar de los intentos legales para frenar su desaparición. En el fondo lo que hay aquí es una disputa entre las dos facciones partidistas estadounidenses. En términos gramscianos, los demócratas recurren más al consenso cuando se trata de ampliar su influencia en el mundo, soft power; mientras que los republicanos prefieren apostar por la coerción, hard power. Y aunque sabemos que el intervencionismo estadounidense no cesa, gobiernen demócratas o republicanos, si debemos considerar que cambia de rostro.
De esta manera, agencias como la USAID y los programas de asistencia eran iniciativas comúnmente respaldadas e incluso dirigidas por funcionarios con perfil demócrata; por eso para Trump se con virtió en un objetivo inmediato, pues considera a la Agencia como promotora de la “cultura woke” y como un medio que facilita el despilfarro del dinero del pueblo estadounidense.
Sin duda alguna, al menos en los cuatro años de gobierno de Donald Trump no tendremos una presencia intensiva de estas agencias dedicadas a la desestabilización de los procesos políticos en América Latina. Esto beneficiará, al sanear el ambiente político en los países latinoamericanos que por ahora tienen gobiernos progresistas, antiimperialistas y/o antineoliberales, porque los grupos de oposición que dependían de su funcionamiento del financiamiento facilitado por estas agencias, se verán fuertemente debilitados.
Sin embargo, una vez concluido el mandato de Trump nada estará asegurado, pues al impulsar estas iniciativas por la vía del decreto y no por la vía del poder legislativo, se corre el riesgo de que el siguiente presidente vuelva a habilitar este entramado de agencias que tienen por único interés fortalecer el poderío estadounidense sobre la región y, por ende, mantener vigente su dominio sobre los países que la integran.
Habrá que tener presente también que los corporativos mediáticos o “jinetes del apocalipsis”, como los llamaba el comandante Hugo Chávez, se mantendrán vigentes y continuarán desplegando duras campañas en medios y redes que intentarán bloquear cualquier proyecto político que pueda poner en riesgo sus intereses como conglomerados empresariales, por lo que seguirán funcionando como un aliado incondicional de la hegemonía estadounidense, independientemente de que se encuentre en el poder Trump o cualquier otro líder político republicano o demócrata.
*Investigadora del Museo Nacional de las Intervenciones (INAH)