Los tribunales no deben ser terceras cámaras legislativas
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Los tribunales no deben ser terceras cámaras legislativas

Jaime Cárdenas Gracia

Los Tribunales Constitucionales y supremos de nuestros países no deben transformarse en terceras Cámaras legislativas. La revisión del Plan B por la Suprema Corte, tribunales y juzgados federales confirmará de manera indubitable que, en México, los tribunales de control de constitucionalidad ya funcionan de hecho como terceras Cámaras legislativas con poderes de veto a la legislación aprobada por las mayorías representadas en las Cámaras

del Congreso de la Unión.

Los operadores jurídicos llamados pospositivas –los de nuestro tiempo representados por los ministros de la SCJN– no han entendido que la soberanía reside esencialmente en los

ciudadanos, en el pueblo, y por eso, el poder de esos tribunales debe ser limitado. El gobierno no debe estar en manos de los jueces. La revisión constitucional, principalmente de las leyes debe reformularse, y ello exige diseñar e introducir mecanismos constitucionales en nuestra ley fundamental en donde los jueces constitucionales no tengan la última palabra para invalidar las leyes o para definir la profundidad y alcance de la Constitución –derechos humanos y principios democráticos–, sino que sometan sus determinaciones al legislativo o al pueblo mismo para que éste lo haga.

Instituciones como la “cláusula no obstante” de Canadá –artículo 37 de la Constitución de Canadá–, que permite a los parlamentos canadienses legislar para derogar resoluciones judiciales de los jueces constitucionales, deben ser introducidas en los sistemas constitucionales, entre ellos el de México, para limitar el inmenso poder que los jueces han adquirido. ¿Por qué se ha incrementado el poder de los jueces? En México antes de 1994, el poder judicial era un poder débil, sin influencia política alguna. A partir de la reforma de ese año el gobierno de los jueces comenzó a ser una realidad, y se incrementó con la reforma constitucional en materia de derechos humanos publicada en el Diario Oficial el 10 de junio de 2011, y las resoluciones de la SCJN que resolvieron el expediente varios 9/12/2010 y la contradicción de tesis 29/3/2011.

Este esquema de poder recibe en la teoría constitucional el nombre de democracia constitucional. ¿Qué se entiende por ella? En la democracia constitucional la regla de la mayoría de la democracia representativa se mantiene, pero ciertos temas o decisiones no se someten a la decisión de los ciudadanos porque se entiende que forman parte del ámbito de lo “no decidible”, del “coto vedado”, se trata de “cartas de triunfo” que no se someten

al poder del voto de los ciudadanos, de los legisladores o del poder revisor de la Constitución. En sus versiones extremas, en la democracia constitucional, se excluye

a los derechos fundamentales de la deliberación y decisión ciudadana.

Es una forma distinta de entender la democracia. La democracia liberal representativa

se concibió inicialmente como competencia entre élites para alcanzar el poder mediante la regla de las mayorías –la concepción pluralista o poliárquica–. Para los teóricos de la democracia constitucional, ésta no equivale al poder de la mayoría.

Para los teóricos de la democracia constitucional, la democracia es ante todo un arreglo institucional para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

No puede hablarse de democracia sin una protección fuerte, sustantiva, de los derechos –concepción material y no sólo formal de la democracia–. Las mayorías ciudadanas y le- gislativas pueden violar derechos humanos de las minorías o de una persona.

La democracia constitucional también nos previene en contra del concepto de soberanía, ésta no es asimilable ni a las mayorías ni a las unanimidades, tanto las mayorías como las unanimidades o las minorías son “fragmentos” de la soberanía. La soberanía termina o concluye cuando se postula, es una idea regulativa, que propone una noción de salvaguarda de los derechos de todos. La democracia constitucional constituye una limitación al poder de las mayorías. En la democracia constitucional losguardianes últimos de la Constitución son los Tribunales Constitucionales.

Ellos tienen la obligación de preservar y ampliar los derechos humanos mediante la interpretación y argumentación constitucional y convencional. Cada Estado es el encargado de ampliar o reducir las competencias de los Tribunales Constitucionales, pero no puede obviarse que, si el marco de competencias es mayor, su compromiso con los derechos humanos también deberá serlo. Por eso, debe buscarse que los Tribunales Constitucionales tengan una gran independencia y suficientes atribuciones para garantizar y maximizar a la totalidad de los derechos humanos.

Los Tribunales Constitucionales suelen plantear el problema de su legitimidad democrática de origen. La tendencia general en la teoría y en la práctica, es la de valorar su legitimidad por su ejercicio, pero no por el origen de sus titulares, es decir, se señala que su justificación democrática se determina por la calidad y contenido de sus sentencias y, no, por los mecanismos de nombramiento o designación de sus jueces y magistrados. Además de carecer de legitimidad democrática de origen, los Tribunales Constitucionales pueden expulsar definitivamente del sistema jurídico normas que se oponen a la Constitución y/o a los Tratados, en contra de lo decidido por las mayorías legislativas. ¿Cómo intentan resolver ese argumento contramayoritario? La respuesta no es sencilla. Podemos comenzar diciendo que estos jueces deben poseer características especiales que garanticen la independencia judicial. Sin embargo, no bastan esas normas, suponiendo que existe la independencia de los jueces constitucionales respecto a los poderes formales y fácticos para salvaguardar el argumento contramayoritario –porque suelen ser designados por el poder político–.

Se requiere también, entre otras cosas, que los jueces no tengan una influencia fuerte y autoritaria sobre el resto de la estructura judicial como la tienen en México, a través, entre otros medios, de la jurisprudencia obligatoria y de las facultades disciplinarias del Consejo de la Judicatura, el que es presidido por el o la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es decir, sería necesario que los jueces inferiores sirvieran de contrapeso deliberativo y social al poder de los jueces constitucionales –la jurisprudencia no debiera ser obligatoria–, lo que en muchos lugares no ocurre y, aunque se diese, tampoco sería una razón sólida contra el argumento contramayoritario, porque en casi todos los sistemas jurídicos,la estructura judicial no es electa a través de procedimientos democráticos. Así, el argumento contramayoritarioqueda sin resolver. ¿Por qué once personasno electas, suponiendo que son indepen- dientes y sensibles a los reclamos sociales, pueden invalidar leyes o porciones normativas que son aprobadas por las mayorías legislativas electas, bajo el argumento que defienden o garantizan derechos humanos, siendo que ellos, además, determinan el significado y alcance de los derechos humanos? La democracia constitucional plantea muchos y graves problemas. Existe, por ejemplo, un desdén por el principio de soberanía popular. La democracia constitucional no ve con buenos ojos a las mayorías legislativas ni a las ciudadanas, tal como Alexander Hamilton ya lo había señalado en el siglo XVIII. Dicen los teóricos de la democracia constitucional que las mayorías legislativas y ciudadanas no constituyen la soberanía popular son un fragmento y una parte de ella, además esas mayorías pueden ser muy peligrosas porque suelen avasallar a las minorías y a los individuos, los derechos fundamentales de los individuos y de las minorías pueden hacerse nugatorios a consecuencia de las mayorías, y principios como el de autodeterminación quedar diluidos en su totalidad. La soberanía que fue inicialmente concebida por Bodin residía en el monarca, con Rousseau en el pueblo, con Kant en la ley, con Kelsen el ordenamiento jurídico, con los positivistas institucionalistas como León Duguit, Maurice Hauriou, R. Carré de Malberg y Santi Romano en quien ejerciera el poder, en quien en los hechos decidiera y determinara lo que debe hacerse desde el Estado. En el constitucionalismo mexicano, que sigue en buena medida la tradición kelseniana y el influjo del artículo 6 de la Declaración de los derechos del hombre y ciudadano de 26 de agosto de 1789, entiende que la soberanía se expresa a través de la ley –el sistema jurídico–, principalmente por medio del principio de supremacía constitucional y, ahora se sostiene desde la democracia constitucional que, también a través del bloque de constitucionalidad y convencionalidad.

No obstante, el principio de soberanía popular no puede subsumirse exclusivamente en el ordenamiento jurídico y obviar el carácter sociológico, histórico, político y cultural de ésta: la soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo, que es quien debe decidir el destino de la nación –la sociedad organizada políticamente–. El objetivo de la soberanía popular es el beneficio del pueblo y por eso el pueblo tiene la prerrogativa exclusiva de decidir cómo se organiza a la nación y al Estado, por lo que la voluntad popular no debe quedar excluida de los espacios de decisión más importantes como son los que tienen que ver con los derechos humanos. Además, el pueblo tiene en todo tiempo y para su conveniencia el derecho inalienable e imprescriptible de modificar las formas de organización política que se haya dado. El coto vedado de derechos humanos que no se tocan ni deliberan es una noción ajena al principio de soberanía porque materias fundamentales para las personas escapan a su entendimiento, querer y decisión. La democracia constitucional considera a las mayorías como un riesgo grave y les imputa ser

las principales responsables de la vulneración de los derechos fundamentales. Prefiere esta

democracia entregar la determinación sobre el alcance y la profundidad de los derechos, así

como su tutela a los Tribunales Constitucionales, los que no tienen vínculos democráticos con las mayorías sociales, antes de reconocer espacios de decisión a las personas. Tanto las personas como las mayorías están excluidas de la definición acerca de los límites y profundidad de los derechos, son cuerpos elitistas de magistrados los que están dotados de esos poderes. Lo anterior rompe con la Constitución, pues su norma más importante –el artículo 39– reconoce el principio de la soberanía, de ese principio se desprende todo el contenido constitucional, convencional, legal en el que nos organizamos política y jurídicamente como sociedad. La nación soberana es nuestra comunidad plural y diversa que histórica y culturalmente ha asumido su diferenciación respecto de otras naciones. Más allá de la polémica entre los que sostienen el carácter histórico realista de la nación y los que la ven como una construcción histórica y política, lo importante es que esta nación organizada políticamente tiene el poder de crear originariamente el ordenamiento jurídico, es decir, la facultad de convocar a una Asamblea Constituyente que apruebe la Constitución y también cuenta con el poder inalienable e imprescriptible de sustituir y cambiar esa Constitución y definir todos los ámbitos relacionados con las personas y la sociedad, entre ellos, el ámbito de los derechos. El poder soberano de la nación reside en el pueblo, que

expresa la pluralidad de personas y de los distintos grupos sociales que tienen conciencia de una identidad política común y que han decidido materializar esa conciencia en un Estado independiente, pudiendo ese pueblo –tiene el derecho inalienable e imprescriptible– de transformar el orden jurídico y las formas de gobierno. ¿Qué ocurre con la soberanía en la democracia constitucional?

Externa e internamente se vuelve una quimera. Externamente la soberanía es condicionada por los intereses de otras potencias y poderes fácticos supranacionales, los que definen las políticas económicas, de energía, de seguridad, pero también la concerniente a los derechos fundamentales a través de organismos de derechos humanos, cortes supranacionales de derechos y tratados en esas materias, en donde la participación de los ciudadanos nacionales en su definición es casi nula, salvo como promotores de acciones populares o ciudadanas de inconstitucionalidad, ahí donde el derecho interno las prevé. Internamente, los poderes fácticos locales y también foráneos han domeñado y secuestrado a la soberanía popular porque no sólo en materia de derechos sino en otras, el poder popular no participa en la determinación de esos aspectos. No existen posibilidades para que los ciudadanos directamente, por sí mismos, o a través de sus representantes legislativos establezcan su destino, ni siquiera se les permite definir los límites y profundidad de los derechos fundamentales. Éstos están a merced de instancias elitistas de carácter jurisdiccional que lo hacen en su lugar.

Existe en consecuencia una reducción del margen democrático en las decisiones públicas concernientes a los derechos fundamentales, lo que agrava aún más la crisis de la democracia representativa. Si ésta –la representativa– nunca ha sido una democracia vigorosa porque desde los debates del Federalista y de la Convención Constitucional de los Estados Unidos en el siglo XVIII se consideró que las mayorías no están capacitadas, por sí solas, para tomar decisiones adecuadas en materias de interés público, hoy en día, se desconfía aún más, pues las mayorías no pueden tocar el ámbito de los derechos fundamentales y otros –seguridad, energía, inversiones internacionales– que son esencialmente no susceptibles de decisión por parte de las mayorías. Las instancias que garantizan y protegen los derechos fundamentales en última instancia son tribunales constitucionales, nacionales y supranacionales, los que señalan el alcance de los derechos, su profundidad y los mecanismos para hacerlos posibles. En la democracia constitucional

no se impulsan otras modalidades de democracia como son la democracia participativa, la deliberativa o la comunitaria. Se prefiere una democracia electoral representativa de baja intensidad, en donde lo importante –los tratados de libre comercio, de inversión, militares, de seguridad o de derechos humanos– no sean votados ni decididos de ninguna manera por los ciudadanos. De manera deliberada se busca que los ciudadanos queden alejados de las decisiones que implican aprobar o rechazar las reformas de la globalización.

La democracia representativa electoral es, como ha sido históricamente desde el siglo XVIII, una democracia para renovar élites, para decidir cuáles de esas élites deben gobernar. Fue y es, como señaló Schumpeter, un mero mecanismo para la selección de élites o, como dijo

Popper, un procedimiento de destitución de gobernantes. La democracia en esta concepción formal y minimalista se concreta y concluye en lo electoral, sin que importe mucho la calidad de las reglas e instituciones o el nivel de participación y deliberación de los asuntos públicos. Se trata de una mistificación que paralizó el sentido de la democracia en el tiempo. La democracia pone fin a la historia si es sólo una cuestión de reglas y procedimientos para saber quién gobierna y cómo gobernará. Los principios de elecciones libres, auténticas y periódicas, aunque se satisfagan no son suficientes porque la ciudadanía no tiene sólo una dimensión política sino una social y económica, que mira o debe mirar por el bienestar de las personas y, que procura reforzar la civilidad y potenciar las redes del beneficio social. No podemos ver a las personas como individuos aislados y atomizados, la ciudadanía tiene también una dimensión económica, es decir, los ciudadanos, deben con sus conciudadanos, decidir qué se produce, cómo y para qué –la democracia económica a la que nunca hemos llegado–. Además, la democracia tiene que ver con los resultados de las decisiones colectivas, éstos deben beneficiar también a las mayorías de cada sociedad. ¿Qué sentido tiene que elija la mayoría si los resultados de las

decisiones colectivas benefician sólo al 1% de una minoría? Si la democracia representativa era elitista, la democracia constitucional lo es aún más, porque excluye más espacios de

decisión a los ciudadanos y los confiere a élites institucionales que los definen y establecen su alcance. ¿Puede decidir una élite nacional o transnacional, sin escuchar a los sectores

involucrados, sin dar la debida participación en las decisiones a los que sean ciudadanos

más allá de los momentos electorales, sin la deliberación y transparencia necesaria?

Así ocurre y ha ocurrido. Nosotros consideramos que no todos los procedimientos importan o valen lo mismo, hay de procedimientos a procedimientos. Algunos son más abiertos, son más transparentes o, más deliberativos y participativos, que otros. No es lo mismo, por ejemplo, contar con procedimientos que promuevan la oligarquización en los partidos, que otros que atiendan la democracia interna en ellos; no es lo mismo que la democracia sea electoral o, que siéndolo, también promueva instrumentos directos, participativos, deliberativos, y comunitarios o indígenas; y, no todos los modelos de división de poderes, de forma de gobierno o de estado federal, son iguales y dan lo mismo, en términos del nivel y calidad de la democracia. La democracia no significa sólo la existencia de elecciones y partidos competitivos, seguramente por ahí se empieza, pero eso no basta para hablar de democracia y mucho menos de una democracia que dé poder a las mayorías y a las minorías, al igual que a los ciudadanos. Las reglas e instituciones electorales, por sí mismas, sin otros arreglos institucionales que promuevan los derechos humanos fundamentalmente los económicos y sociales en donde intervengan activamente los ciudadanos en su definición y no sólo los tribunales constitucionales, hacen imposible

que hablemos de una democracia.

Hoy vivimos en sociedades y Estados neoliberales globalizados. El neoliberalismo es una teoría geopolítica de dominación y no sólo es una estructura económica sino un esquema integral que conjuga la violencia política, militar, ideológica, jurídica y estatal, para que las transformaciones estructurales que se promueven a nivel nacional y global pongan a las anteriores variables de su lado, con el propósito de modificar en beneficio de las clases dominantes los elementos que conforman la convivencia social de la nueva forma de dominación política. El neoliberalismo globalizador es entonces no sólo una herramienta de la geopolítica, sino que es la manera contemporánea en la que se realizan las

vías de la geopolítica. La democracia además de política debe ser social y económica. La propiedad, el contrato, las formas establecidas de desigualdad social, el matrimonio, la familia, se expresaron como un ámbito diferenciado del sistema político. Han sido instituciones que se aceptan acríticamente. Las relaciones sociales y económicas no se han democratizado. No se promovieron sociedades más comunitarias, de respaldo y apoyo mutuo entre sus miembros, sino que se ahondó el individualismo y el particularismo. La democracia constitucional no ha promovido, hasta la fecha, la democracia económica o la social. En la democracia constitucional se ha desarrollado un derecho judicial superior al originado en otras fuentes formales del Derecho como la ley. Dice Bernd Rüthers, refiriéndose al caso alemán que, el derecho del Tribunal Constitucional de ese país se ha convertido en la norma suprema de derecho, y que la realidad jurídica alemana es semejante a la de los Estados Unidos, en donde el derecho son las profecías acerca de lo que los tribunales harán, y por eso, el derecho constitucional vigente en esa nación es lo que el Tribunal Constitucional decide y no lo que se plasmó en el texto de la ley fundamental de Bonn de 1949. Estamos en presencia –con la democracia constitucional–

en los principales sistemas jurídicos del mundo, anglosajones y continentales, del derecho de los jueces. Los tribunales supremos o constitucionales se encargan de perfeccionar y transformar el derecho constitucional sin tener que pasar por los procedimientos de reforma constitucional o por los procedimientos de referéndum popular.

El derecho de los jueces vulnera los principios democráticos y el principio de división de poderes porque el derecho ya no surge de la sociedad misma, de la voluntad popular materializada en los procedimientos democráticos, y porque los tribunales constitucionales sustituyen y suplantan al legislador democrático en la tarea de creación normativa bajo el pretexto que interpretan la Constitución y los tratados. La Constitución es y dice no lo que el pueblo quiere, o lo que el poder revisor de la Constitución o el legislador democrático decide, sino lo que los jueces determinan. La Constitución es lo que los jueces dicen que es. El Estado de la ley se ha transformado en el Estado judicial. Desde mi punto de vista, la democracia constitucional, en sus efectos más negativos debe ser revisada para pro-

piciar un profundo cambio a la parte orgánica de nuestra Constitución a fin de recordar que el origen del Estado, el Derecho, y sus correspondientes instituciones y reglas, está o reside en la voluntad popular, lo que significaría entre otros temas que, el legislador goza, con algunos matices y excepciones, de la presunción de constitucionalidad y convencionalidad de sus decisiones, y que, los tribunales constitucionales no pueden apartar superficial y ligeramente esa presunción al momento de resolver. Además, las Constituciones y los Tratados en materia de Derechos Humanos, deben prever los mecanismos e instituciones que doten de legitimidad democrática de origen, y no sólo de ejercicio, a los jueces de tribunales y cortes constitucionales nacionales y supranacionales. Es preciso que existan mecanismos que den poder a los ciudadanos para elegir o intervenir en la designación de los jueces constitucionales y de los jueces de las cortes de derechos humanos del sistema interamericano y universal de derechos humanos. Igualmente se debe pensar en instaurar mecanismos de revocación de mandato a los jueces constitucionales y supremos. Si los tratados en materia de derechos humanos tienen la misma jerarquía que la Constitución, su

aprobación debe pasar por idénticos procedimientos, y, de preferencia, tanto Constituciones y Tratados en materia de Derechos Humanos, deben aprobarse no sólo mediante procedimientos representativos calificados sino a través del referéndum ciudadano. Las Cortes Constitucionales y de Derechos Humanos, nacionales y supranacionales, no pueden convertirse en terceras Cámaras legislativas con poderes de veto, su función no es esa; para evitarlo, sus determinaciones finales en materia de derechos humanos no deben recaer en ellas, sino que deben ser reenviadas a los poderes legislativos y en su caso a los ciudadanos para que éstos contra argumenten y justifiquen si las aceptan o no. En cuanto al llamado legislador democrático, para que éste realmente lo sea, debe en todo momento justificar y probar cualquier afectación a los derechos humanos que pretenda. El procedimiento parlamentario, además de abierto con lo sociedad –parlamento abierto y otras formas obligatorias de vínculo con los grupos sociales–, debe satisfacer las reglas del discurso democrático –cualquier decisión del poder legislativo que no respete las reglas del

discurso– debe ser declarada inválida y venir acompañada con responsabilidades jurídicas –penales, constitucionales, civiles, etcétera a los legisladores–.

La sociedad, personas y colectivos, deben contar con amplísimos mecanismos de democracia directa y deliberativa ante y respecto de cualquier poder y órgano del Estado, por ejemplo obligatoriedad del amicus curiae en las instancias judiciales y acciones populares de inconstitucionalidad e inconvencionalidad con interés jurídico simple para oponerse a cualquier medida de autoridad, legislación o cualquier otra que persiga afectar derechos fundamentales y/o principios democráticos con efectos generales. Se requiere, en síntesis, que, el Derecho nazca del mismo pueblo y no de sus élites representativas o judiciales.

14 de marzo de 2024