René Juvenal Bejarano Martínez
Aquella fría noche, el delirio estremecía a Juvenal Martínez, torturado por hordas de cucarachas y chinches que marchaban sobre su postrada humanidad. Su corazón palpitaba frenético; la locura era tremor en torno a él entre sollozos, gemidos y alaridos. Tal era su agitación que tuvieron que intervenir varios custodios y dominar su frenesí llevándolo al servicio médico, donde una inyección le inoculó una calma forzada y lo arrojó a un vacío horizonte en que sus ojos erraban perdidos. Vio, sin embargo, escenas de su pasado reciente como conspicuo funcionario idealista; una de ellas, irónicamente, de cuando visitó un reclusorio para entregar certificados de secundaria y el director comentó, a propósito, que cualquiera podía terminar entre sus muros: mal augurio.
No mucho tiempo antes sucedió eso, y no muchas horas antes se vio, después del registro de rigor en el que se convirtió en una funesta cifra más que ahora lo definía, ante el Hombre de Negro, que vociferaba el oscuro presagio: “todo mundo sabe qué día, a qué hora y cómo ingresa a la cárcel, pero uno nunca sabe ni cuándo ni cómo va a salir”. Fue cuando tuvo que armarse de valor, resignación y desafío, pensando que aún ahí, encerrado, podría abrir espacio para la reflexión y, quizá, para la redención.
La pesadilla comenzó desde la primera noche: en la celda sin vidrios, en esa alta meseta de la ciudad, la cruda e invasora brisa invernal le envolvía en opresiva capa de frío, insensibilizado parcialmente, por lo que tardó en percatarse, horrorizado, del errático movimiento sobre su vulnerable cuerpo de numerosos insectos que martirizaban su carne y su mente, desquiciándose al ritmo de las innúmeras patas minúsculas que deshabitaban su cordura y la esperanza. Lo invadían el pavor y la repugnancia. Ahí postrado en una colchoneta que alguna vez fue azul con forro de plástico de vinil.
Al encender el foco para iluminar la estancia vio como descendían por la pared, provenientes del techo con una voracidad que desafiaba su asombro de prisionero primerizo. El impulso fue despojarse de su vestimenta y huir de esos parásitos, pero se vio sofocado por el gélido abrazo del aire, tan carcelero y tan implacable como los barrotes que lo contenían. Lo obligaban a permanecer en su indeseado atuendo. Cada movimiento provocaba una oleada de esos seres repugnantes … cada uno se aferraba a él como si la desgracia fuera su sustento. (En ese momento comprendió que su lucha no era sólo por mantener su cordura ante la adversidad, sino por encontrar un resquicio de esperanza en la tiniebla más profunda). Cuando la luz matutina iluminó su cuerpo pudo ver los raspones que él mismo, al rascarse con frenesí, se había hecho, dejando heridas a flor de piel que podían infectarse
Desde su infancia sentía inmensa repulsión hacia esos insectos, al grado de la ansiedad abrumadora, el miedo paralizante, las ideas obsesivas y los ataques de pánico. Incluso su mamá lo llevó a psicoterapia, pues ya también sufría insomnio, como en esta primera noche en cautiverio en que sus recónditos temores se materializaron en su ominosa realidad, reviviendo en su persona la etérea lucha contra lo que se esconde en las sombras. A la mañana siguiente pidió que lo llevaron a la biblioteca. Allí leyó sobre el padecimiento que lo aquejaba, su extrema fobia a los insectos.
Más tarde tuvo audiencia en los juzgados; al ir a ambos lugares pasó por el llamado “kilómetro”, un largo pasillo de concreto que atravesaba el espacio como una arteria de concreto, vital para el movimiento y la vida entre los muros. Ese corredor al aire libre era más que un simple paisaje, era umbral entre diferentes mundos en el penal, conectaba los diez dormitorios y el túnel que, hacia los juzgados y los locutorios, así como al centro escolar en uno de los extremos. Tal corredor, impregnado de un gris que parecía absorber la luz y la esperanza, se convertía en un lienzo sobre el cual se destacaban los colores predominantes de los transeúntes: el beige y el blanco de los atuendos de algunos internos y el negro, profundo y ominoso de otros.
En el otro extremo, la mal presagiada “Casa de la Risa”, el psiquiátrico, refugio y más profundo calabazo a un tiempo para quienes han cruzado su propio “kilómetro”, la delgada línea que separa la cordura de la locura. Todo el tiempo fue custodiado por el Hombre de Negro, recia figura que imponía respeto y temor, estatua viva de autoridad indiscutible y de mirada penetrante bajo el ceño fruncido; alto y fornido, su silueta recortada contra el gris monótono del penal sugería fortaleza inquebrantable, inamovible e impenetrable: un monolito de vigilancia constante. Era todo él una perversa masa muscular.
Había un matiz de sadismo, institucional y corrupto al mismo tiempo, en el disfrute que sentía con su labor, lo que le llevaba a también estar atrapado en su función de guardia, siempre solo, aunque estuviera rodeado de gente, preso igual que los reos que vigilaba, recordatorio constante de la fina línea que separa al carcelero del prisionero, ambos encerrados, cada uno en su propia cárcel existencial.
En uno de esos recorridos se topó con alguien que lo fue a ver como empresario del sector aeronáutico privado cuando Juvenal Martínez era secretario particular del jefe de gobierno. Solicitaba asistencia y orientación para navegar en los ventosos corredores burocráticos para elevar aún más su empresa en el espacio aéreo del éxito; después se desvaneció del horizonte como un avión al final del crepúsculo. Ahora el Ícaro, John Ross, sufría un giro del destino tan abrupto como un aterrizaje forzoso, encadenado ya al suelo después del majestuoso vuelo, enfrentado a la gravedad de sus acciones y la inclemencia del destino.
Esa noche, soñando, Juvenal Martínez remontó el vuelo hasta un viaje que hizo con su familia a Tabasco. Revivió el vuelo zumbón y la picadura punzante de los tábanos, a los que resultó ser alérgico, le provocaban una persistente fiebre y asfixia.
Despertó. El horror de sus recuerdos se materializó en la figura de varios mosquitos que se deleitaban en su sangre cautiva mientras otros taladraban el silencio, o lo cortaban con laceraciones como de navaja, magnificando el zumbido en ecos tortuosos. La lucha contra ellos devino en grotesca danza nocturna de frustración y resignación.
Afortunadamente al regresar de los locutorios, ese austero espacio donde se encontraban los presos con sus abogados, testigo mudo de incontables confidencias, se encontró con Ross, quien le garantizó solucionar la invasión de los pequeños pero inconmensurables tiranos de la noche por medio de la “vasca”. Prepararla con considerables cantidades de resistol blanco y papel sanitario una pasta espesa y pegajosa con la que días después sellarían muros y techo de la celda. Eso les daría dándoles la satisfacción del triunfo, la posibilidad de por fin tener un sueño tranquilo. También cubrieron los huecos de las ventanas sin vidrio con papel periódico, reduciendo en mucho el acceso de los mosquitos; un respiro de calma y hasta de alegría.
En días posteriores invitó a su compañera de vida, Esperanza, a compartir momentos íntimos en su espacio rehabilitado, bálsamo para ambos, recordatorio de la fortaleza que podían derivar uno de otro, iluminando la espesa bruma con la promesa de días mejores, con la libertad, esa palabra tan llena de significado y tan vacía de sinónimos. Él se sentía en un crisol donde su espíritu podía renovarse con un nuevo propósito, trascendiendo el dolor hasta una finalidad más alta.
Pero lo acechaba la mala entraña del Hombre de Negro. Algunas noches después él y otros custodios lo trasladaron bruscamente a otra celda. Lo arrojaron a abismos insospechados de desesperación, a una celda que había habitó la Cocona, un sicario otrora muy temido y ya doblemente preso por su inextinguible adicción a la cocaína, que le había perforado las fosas nasales, produciéndole un habla con sonidos como los de la gallina de Guinea, de donde le venía el apodo a quien tenía poco de haber fallecido. En ese helado rincón la esperanza se desvaneció como un suspiro en la inmensa noche.
Una ira incendiaria lo consumía por dentro, avivada por la injusticia de ser arrancado de su celda; la indignación le recorría las venas, caliente y vibrante, furioso fuego que no se extinguía, ardiente y tenaz, como picotazos en las entrañas, alimentando un fuego que, aunque oculto, no dejaría de arder prometeicamente. Ahí sus días y sus noches se fundieron en un calvario sin fin. Y cuando la oscuridad, densa como brebaje de brujas, comenzaba a disiparse, dejaba al descubierto un piso que era repugnante tapiz de insectos y roedores, nauseabundo manto de vida repugnante que al pisar hacía crujir con repulsión. Las semillas de su fobia, sembradas en una infancia traumatizada por el ataque de tábanos, ahora germinaba en un pavor incontrolable, prisionero de su propia psique torturada. Gritaba desgarradoramente, buscando ser escuchado por alguien, por cualquiera: “¡los tábanos, los tábanos! ¡No dejen que me piquen, sáquenme de aquí!”. Los gritos se mezclaban con el eco interminable de sus propias alucinaciones, su lucha interior se resquebrajaba. Sudaba, lloraba e imploraba ayuda en un idioma que sólo el miedo entendía, su cordura se deshilachaba al enfrentar a sus temores más profundos y primitivos, a los fantasmas del pasado y a los demonios del presente. La frontera entre ilusión y realidad se diluía. Esta idea era tan elusiva como la misma libertad.
Sus alaridos de pánico retumbaban más fuerte al verse rodeado de tábanos de monstruoso tamaño, feroces como una jauría, torbellino de alas y mandíbulas. Uno de los custodios, liderados por el Hombre de Negro, al llegar a la fuente de aquel manantial de estruendo perturbador espetó: “creo que esté ya se deschavetó”. Con rapidez lo llevaron a la “Casa de la Risa”, el pabellón de los perturbados, el limbo donde terminaban por desdibujarse las sombras entre cordura y locura.
Pasó ahí días indefinidos, entre otros internos de tez pálida, mirada extraviada y gestos extraños; drogado también él, rozaba el estado catatónico, comiendo con frugalidad, demacrado por dentro y por fuera, desconectado, perdido en una penumbra existencial de la que fue rescatado por las palabras de Aurora, la psicóloga que se desempeñaba ahí como trabajadora social. Fue ella quien le entregó la carta redentora de Esperanza, que finalizaba con esta frase que fue su salvoconducto para regresar desde los abismos de su mente, del laberinto de su crisis: “No estás solo juvenal. Estamos contigo, tu familia, tus amigos y, sobre todo, yo, tu compañera de vida, que estaré a tu lado en cada paso en este camino hacia la recuperación de la luz y de tu libertad. Con todo mi amor, Esperanza”.
Cuando vio a su abogado de origen veracruzano, moreno, cabello negro, sus ojos hundidos en lentes de aumento, con miradas cargadas de preguntas no formuladas y respuestas que yacían en el umbral de los labios esperando ser liberadas, éste le preguntó “¿Cómo estás?”, Juvenal Martínez respondió, sorprendiéndose a sí mismo, con palabras de su admirado Efraín Huerta que se convirtieron en un conjuro. Encontró la llave para abrir una puerta hacia sí mismo: “Aquí ido, enloquecido por lo que he sido y por lo que es ido”. Una nueva claridad se abrió paso en su mente. Decidió aceptar el tratamiento que le sugirió la joven psicóloga Aurora que todavía tenía el impulso profesional de los recién Egresados de la Universidad.
Lo primero fue tomar los calmantes a partir de ese día, determinado a enfrentar su realidad con la plena posesión de su conciencia. Luego la desensibilización gradual mostrándole algunos insectos dentro de un frasco, eso fue una terapia en vivo, cuando, al pasar de los días, se acostumbró a ver a los insectos en el frasco, la psicóloga sacó a uno y retó a Juvenal a verlo detenidamente, luego lo guardaba. Posteriormente, una cucaracha caminó por la mesa y Aurora conminó a Juvenal a que la atrapara con el frasco y luego la tocara. Esa fue la experiencia más difícil, pero con eso superó, aunque no del todo su ansiedad. En los ojos negros, muy negros de Aurora Juvenal alcanzó a ver la luz de su inteligencia solidaria.
El faro en la tormenta fue aún más nítido cuando el abogado le dio esperanzadoras noticias, al colocarlo en el umbral de su futuro. Le dijo, “el juez de la causa fue mi compañero en la facultad y como me dijo un maestro, en los juicios hay que conocer la ley y si se puede también al juez”. Una semana después se manifestó el sueño de la libertad frente a su cuerpo devastado por el peso de los días y a su espíritu lacerado por las sombras del encierro que fueron perdiendo su poder embrujado al disolverse en el mágico aire fresco fuera del penal. Entonces pudo recuperar las piezas dispersas de su ser y reintegrarlas de nuevo, renaciendo con nuevos sueños y una inédita fortaleza, liberado ya de las cadenas que lo habían atado a la inmensa oscuridad. Entonces recordó las palabras del Hombre de Negro: “todo mundo sabe qué día, a qué hora y cómo ingresa a la cárcel, pero uno nunca sabe ni cuándo ni como va a salir”.