José Reveles*
Por sí sólo, el hecho de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación haya ordenado liberar a Juana Hilda González Lomelí, quien había sido ya condenada a más de 70 años de prisión por haber supuestamente participado en el secuestro y asesinato de Hugo Alberto Wallace Miranda en julio de 2005, debería echar por tierra el castillo de naipes que armó su madre Isabel a base de mentiras, tergiversación de pruebas oficiales, torturas y falsedad en declaraciones (“Fabricación” la nombra en su libro homónimo el periodista Ricardo Raphael), pues los delitos por los cuales seis personas fueron encarceladas nunca ocurrieron.
En Estados Unidos el Ministerio Público mexicano tomó nota y grabó de viva voz el testimonio de Claudia Patricia Muñoz Acosta, expareja de Hugo Alberto y madre de su segunda hija, quien refrendó que el hijo de Isabel Miranda le habló por teléfono para intentar ver a la hija de ambos, que ya es una veinteañera. Hugo Alberto tenía, cuando eso ocurrió, 13 meses secuestrado y cortado a pedazos, según la versión oficial.
La anunciada muerte de la propia señora Wallace el 8 de marzo de 2025, a sus 73 años, ha generado dudas a falta de información oficial, pues su cuerpo no fue mostrado ni hay datos hospitalarios irrefutables y tampoco han sido corroborados por la Fiscalía de la República, como si no le interesara cerrar un caso penal probadamente inexistente y liberar a los otros cinco encarcelados por falsos delitos que inventó la madre de una víctima, Hugo Alberto, que nunca existió como tal.
Entre las irregularidades y fabricaciones cometidas por la madre de Hugo Alberto están:
-La minúscula gota de sangre que apareció en la bardita del baño en el departamento 4 de Perugino 6, que según los peritos era compatible con el ADN Wallace-Miranda, pero que resultó ser de origen femenino (es decir, aportada por la hija del señor Wallace y la señora Miranda y sembrada durante los 7 meses que el inmueble permaneció abierto y luego rentado a un empleado de Show Case, empresa de espectaculares de la propia Isabel.
Pero, por si las dudas, la señora Wallace trajo desde Baja California a la ciudad de México al que fuera su primer esposo y primo Carlos León Miranda, padre verdadero de Hugo Alberto, a quien llevó a la PGR y le pidió ponerse en cabestrillo el brazo derecho y decir que no podía firmar, para que así se hiciera una prueba de sangre cuyo resultado Isabel tomó y falsificó como si perteneciera al empresario José Enrique del Socorro Wallace.
-Haber presenciado ella misma la tortura de que fueron objeto en prisión los hermanos Albert y Tony Castillo Cruz, con doble nacionalidad por haber nacido en Estados Unidos, para que confesaran su participación en el supuesto asesinato de Hugo Alberto, especialmente señalados como los encargados de hacer pedazos su cadáver con una sierra eléctrica.
-Mandar encarcelar, bajo falsas acusaciones, a la abogada Ámbar Treviño, defensora de algunos de los inculpados, en especial de Brenda Quevedo Cruz, hoy en prisión domiciliaria después de pasar por varias prisiones y sufrir torturas en las Islas Marías y en la de Santiaguito, Estado de México, razón por la cual instancias internacionales pidieron fuera enviada a su casa.
-Haber solicitado, trece años después del presunto secuestro y asesinato de Hugo Alberto, un acta de defunción en donde pide copiar textualmente las causas de la muerte de su hijo: “opresión torácico abdominal, maniobras de estrangulamiento manual y shock hipovolémico”, según peritos de la entonces Procuraduría General de la República sin haber examinado un cuerpo, pues nunca ha sido encontrado ni entero ni en pedacitos. En esa misma acta hay una equivocación garrafal, pues ubica la muerte de Hugo Alberto a las 9 de la noche del 11 de julio, cuando él y una acompañante (se supone que Juana Hilda) aún no ingresaban a una función de cine en Plaza Universidad.
La señora Wallace ordena reponer el documento, “pues no se puede contradecir la verdad histórica”, y vuelve a asentarse un falso horario, las 12 de la noche, mientras que a Juana Hilda se le obligó a confesar que el deceso habría ocurrido cerca de las tres de la madrugada del 12 de julio y la propia Isabel presentó una nota de la compra de la sierra eléctrica en un almacén de Naucalpan después de las dos de la madrugada.
-En primeras declaraciones, los familiares de Isabel mencionan que hubo disparos en el edificio de Perugino y que un hombre había sido bajado sangrando por las escaleras, apoyándose, en supuesto testimonio, de un menor de edad que esa noche no durmió en su casa, y cuya madre Vanessa estuvo conversando con un vecino cubano durante todas esas horas y no oyó la sierra eléctrica ni disparos, y no vio que alguien bajara la estrecha escalera en que ellos platicaban. Luego los propios denunciantes sustituyeron esas versiones por las del supuesto asesinato y desmembramiento del cuerpo. De todas maneras, Vanessa fue amenazada de muerte por la familia Miranda si insistía en desmentir lo que oficialmente habían declarado.
La relevancia que tiene el que la Primera Sala de la Suprema Corte haya ordenado liberar a Juana Hilda González Lomelí a mediados de junio, pese a que ya estaba sentenciada a varias décadas de prisión, es que toda la versión oficial y las acusaciones contra los otros cinco encarcelados -tres de ellos con penas de prisión equivalentes a cadenas perpetuas (César Freyre y los hermanos Castillo Cruz) y dos sin sentencia (Brenda Quevedo y Jacobo Tagle)-, es que si la mentira del secuestro, muerte y desmembramiento de Hugo Alberto son el motivo de su cárcel, entonces no hay sustento para que ni uno solo de ellos continúe encerrado.
La gran impostura de Isabel Miranda de Wallace, quien además afirma haber recibido una exigencia de rescate y que pagó por la prometida libertad de su hijo más de 900 mil dólares sin jamás probarlo en modo alguno, perdió toda credibilidad social y judicial frente a las pruebas de que Hugo Alberto continuaba con vida después de haber sido supuestamente muerto y hecho pedacitos.
Al final de su libro “Fabricación”, Ricardo Raphael ofrece una posible y creíble motivación para que Hugo Alberto y su “madre coraje” Isabel hayan operado la auto-desaparición pública del joven empresario en aquel julio de 2005. Se la ofreció el narcotraficante Edgar Valdés Villarreal La Barbie a César Freyre, cuando ambos estaban presos en la cárcel de alta seguridad del Altiplano. Contó La Barbie: “Ese cuate se nos peló llevándose sin pagar más de una tonelada de cocaína”.
El hijo de la señora Wallace, en efecto, no era el empresario mujeriego pero formal que describía su propia madre, sino alguien que había sido fichado por la autoridad acusado de contrabando y que en una ocasión le dijo a una de sus parejas que iba a estar fuera de la ciudad por un buen tiempo, pues lo andaban persiguiendo unos colombianos y quería que le perdieran la pista. Si las autoridades mexicanas se propusieran dar un fin justo a esta infame invención que se mantuvo dos décadas gracias al poder que adquirió Isabel Miranda en círculos políticos y judiciales hasta lograr que obedecieran a la perversión de la justicia, podría promover una ficha roja internacional para buscar a Hugo Alberto vivo en algún otro país y traerlo para que pagara la gran mentira que él y su madre fabricaron por razones inconfesables.
Si no hubo los delitos que se denunciaron y Hugo Alberto no fue secuestrado, asesinado y desmembrado, sí existió en cambio una invención descomunal que por sí misma es un atropello a las leyes y por la que alguien debe responder ante la justicia. No deben pagar por tanta falsedad quienes están hoy presos acusados de cometer graves delitos que ni siquiera ocurrieron, sino que deben responder quienes torcieron la ley, ordenaron torturas, jugaron malamente con peritajes oficiales, amenazaron de muerte y treparon políticamente gracias a un falso caso de secuestro y asesinato.
El caso Wallace es la impostura más inadmisible que jamás haya ocurrido en México y no debe abandonarse su final solamente al paso del tiempo, sin que la autoridad haga los más elementales esfuerzos para no dejar en la impunidad a quienes engañaron a toda la sociedad, ayudados por un poder que le transfirió el propio gobierno a una falsa defensora de los derechos humanos y a una madre falsamente dolida que llegó a ser una aspirante a gobernar la capital del país y fue galardonada por Felipe Calderón Hinojosa con el Premio Nacional de los Derechos Humanos.
*Periodista y autor del libro Necropolítica y narcogobierno: Nuevas dinámicas de poder en México.