Alicia Alarcón
En 1965, hace seis décadas, una joven de 22 años decidió abandonar su hogar en Tokio, y embarcarse en un viaje a México que cambiaría su vida para siempre. La entonces aprendiz Yoko Sugiura Yamamoto, cursaba estudios iberoamericanos, pero su corazón anhelaba más.
Fue la obra del arqueólogo mexicano Román Piña Chan el punto de inflexión que la impulsó a buscar su camino en el estudio de la cultura Mesoamericana. Desde entonces se ha dedicado a ahondar en la materia, motivo por el cual fue condecorada con la Medalla del Tesoro Sagrado, Rayos de Oro y Collar de Listón que le otorgó el gobierno japonés por su contribución al intercambio académico entre México y Japón.
Sugiura Yamamoto es el eco de dos linajes que susurran la historia viviente de Japón. De un lado, la nobleza del Shogunato, un régimen que gobernó antes de la Restauración Meiji; del otro, el clan Yamamoto portador de la resistencia contra el poder establecido. Su abuelo, Yamamoto, un almirante que cruzó el Pacífico llevando consigo a valientes marinos japoneses en un viaje que los condujo a Acapulco.
En los remansos de su infancia, la maestra Yoko evoca la imagen del despacho de su abuelo donde relucía una condecoración mexicana, símbolo de la amistad gestada entre sus dos mundos.
¿Quién iba a decir, que tiempo después ella estaría en estos territorios recorriendo y descubriendo los antepasados prehispánicos? La conversación con la maestra Yoko Sugiura fue en su casa de CDMX, donde cada rincón susurra historias guardadas y sus libros y obras de arte la cobijan como viejos amigos.
Su español lleva el suave acento de su tierra, y yo traté de respetar la sintaxis, así como cierta voz melódica que resonaba como eco que danza en el aire dándole vida a sus palabras.
–Cuando llegó a México y bajó del avión ¿qué fue lo que vio?
–Me estaba esperando la familia del doctor Rubín de la Borbolla, mi familia mexicana. Yo siempre digo que México es un país del que se enamora o se detesta. Es blanco o es negro. No hay intermedios. No hay gris. Cuando llegué a México me fascinó, me impactó. Es un país que tiene imán: es mágico. Me enamoré de inmediato.
–¿Cuáles son los aspectos de la cultura mexicana que más la han enamorado de este país?
–Yo quería venir a México para estudiar arqueología. Para eso me preparé dos años. Había leído la obra del maestro Román Piña Chan. En ese tiempo no había nadie en Japón que se especializaba en Mesoamérica.
Todos los arqueólogos de mi país estaban enfocados en la cultura andina, pero de Mesoamérica no había nadie ni siquiera se hablaba de eso. Me preparé, no crea que fue fácil. En ese entonces México sabía de Japón sólo de geishas y Fujiyama, y Japón de México sabía de borrachos y tunas, de tequila ni siquiera se sabía.
Es decir, había un total desconocimiento de ambas culturas. Para mí que tenía 22 años fue muy difícil porque en ese tiempo además había control de divisas, no se podía sacar dinero, solo 250 dólares al año.
–¿Cuándo abrió el libro del maestro Piña Chan ¿qué fue lo primero que le impactó?
–Toda una civilización que se llama Mesoamérica, comparable con la zona andina. Yo estudiaba Estudios Iberoamericanos, el tercer año de la universidad, y fui de oyente a la Universidad de Tokio a incorporarme con un grupo de estudiosos de los Andes. Había, en ese tiempo, realmente increíble, antropólogos y arqueólogos de Japón.
Hoy en día ya no existen esos maestros. Me fascinó, pero eran sobre los Andes, y yo quería estudiar Mesoamérica. Programé y ahorré dinero para comprar el boleto de ida de Japón a México. Ya estaba en la universidad Iberoamérica, salí de la universidad de jesuitas en Japón. La universidad se pudo conectar con la Ibero de aquí para tener una beca de estudio.
Yo tenía que hacer todo; sin depender de mi familia porque me hubiera dicho que no. La única cosa que me faltaba era dónde quedarme en México.
–Maestra me encanta cómo es usted tan activa. Sus logros son importantes.
–Es una pregunta que me he hecho siempre, no hay comparación con Japón, donde es durísimo. Antes de venir a México, consulté con un lejano pariente, quien fue profesor muy eminente de Tokio, que mi idea de querer venir a México era estudiar; entrar a la universidad.
Me dijo, ¡Cómo es posible que una mujer piense esas cosas! Esa era la idea que tenían hace sesenta años en Japón. Por eso me decía, cómo yo voy a vivir en un país que no puede reconocer el trabajo de la mujer. En México no es así. Dependiendo de dónde vives, de qué estrato. Por ejemplo, entre los académicos por lo menos aquí tenía algo de ayuda, hace 50 años, que fácilmente podía contar con ayuda.
La vida de mujer, en el caso académico, era muy diferente que en Japón porque era una sociedad masculina en ese tiempo, ahora ya no tanto.
–¿Cómo ha cambiado su percepción de México a lo largo de los años que lleva viviendo aquí?
–No hay un país perfecto. Después de mucho tiempo, ahora estoy reconociendo los valores de mi país natal. En 1965 que llegué a México era un país tan fascinante, en cierta manera un poco surrealista.
Eso fue una atracción para mí. Hay otras personas que quieren vivir una vida muy estructurada, a veces como que se ponen nerviosos aquí. Pero es calidad humana que tiene México que no tiene otros países.
Aunque esté todo tirado te dicen “aquí esta tu casa”. En Japón no es así. Se ve muy cordial, pero la relación humana siempre es muy distante.
Es algo que siempre estimo mucho. Siempre he dicho que tengo suerte de tener dos patrias; en la que nací y crecí porque la base de todo está en Japón, y luego el país que decidí vivir, esa es mi selección mi decisión de vivir aquí.
A pesar de que en ese tiempo cuando yo llegué me sorprendió la capacidad de lograr la felicidad. Los pobres sabían cómo alegrarse la vida, en cierta manera. Los ricos, también de otra manera. Pero eso había. Pero hoy en día eso se ha perdido mucho.
–¿En dónde lo ha observado?
–Hay resentimiento de alguna cosa. Yo me comunico muy bien con toda la población. Hace 50 años una mujer podía salir en la noche, o a la una de la mañana, y no pasaba nada. Hoy en día pienso si salgo, o no salgo. También es la diferencia de generaciones.
Los jóvenes tienen una idiosincrasia muy diferente de los jóvenes de hace sesenta años. En esos años, tiempos del 68, estaba en un problema estudiantil, yo tenía una ilusión, después de eso un México muy diferente. Esa ilusión se me fue degradando.
–¿Usted menciona que ahora reconoce muchos valores de su país, ¿qué valores no reconocía antes?
–Yo no reconocía tanto esa profundidad del país, ese sentido de colaboración. Aquí es muy individual. En Japón es muy comunitario. Todos colaboran para mejorar el país. Aquí eso es muy difícil, concientizar la población, quizá es la parte más difícil.
Muchas veces voy al campo, y esa parte siendo mexicano no tiene esa parte de sensibilidad. Yo lo veo con mis alumnos o mis colegas sobre todo que vamos al campo yo vi a veces difícil comunicarse.
–Dentro de su trabajo como antropóloga, ¿qué es lo que más le apasiona?, ¿qué es lo que le falta por conocer del país?
–Hay muchas partes que no conozco: el occidente y norte. No he trabajado en esas zonas. Recientemente, conocí la cultura del occidente; no hay la monumentalidad arqueológica que hay en Mesoamérica, ¡es fascinante! Si yo fuera joven hubiera ido ahí.
Yo trabajé Chichén Itza, Ezdná, sitios monumentales que llaman la atención y quizá es más fácil de conseguir recursos. Lo que yo quería, siempre les digo a mis alumnos, es arqueología de una pequeña escala donde vivía la gente común y corriente que es la base de una sociedad, quizá no tiene mucha voz, pero es la base.
No se ve, y además esos contextos son los que se destruyen minuto a minuto, porque aquí la gente construye la casa sin ningún estudio de impacto. Una casita en el campo, y siempre se dice “¡ay, no es nada solo había piedritas!”, y a tirar todo.
En la historia de Mesoamérica hay muchos hoyos que ya no se pueden recuperar. Sabemos más de los gobernantes o de las élites, pero no de la gente común. Es esa parte de la historia que me importa mucho.
–¿Cuáles han sido para usted los proyectos de investigación que más le han significado?
–Es muy difícil de decir porque cada región es muy importante. No creo que sea más ni menos. Hay que confrontar todos esos datos.
–¿Qué la motivó a crear el Museo de las Culturas Lacustres del Valle de Toluca?
–Es una larga historia. Cuando comencé a visitar ese lugar era otra cosa, pero se transformó de manera terrible. Los jóvenes ya no se interesaban por su hábitat. Entonces, comenté que era muy importante crear un museo para preservar la memoria de esa importante herencia natural y cultural.
Hay registros de que esa zona fue el inicio de la cuenca más grande de México. Puede ser que haya sido una arteria fluvial muy importante en tiempos prehispánicos. En la décadas de los setentas iniciamos los trabajos de excavación; recorrí toda la zona del Valle de Toluca, por lo menos mil 400 kilómetros.
Caminábamos diario más de 30 kilómetros. Tardamos años de trabajo, imagínese todo ese tiempo mi marido se quedaba en casa, de lunes a viernes, cuidando a nuestro hijo. Sabía de la importancia de la vida lacustre para la gente porque era la identidad de todo ese pueblo. Había caminos de agua con los que los pueblos se conectaban.
La vida lacustre ha sido importante desde siglos pasados, y estaba fincada en la convivencia; en las actividades domésticas, artesanales, religiosas, sociales y políticas. En el año 2000, cuando terminamos el trabajo en Santa Cruz Atizapán, dijimos ahí vamos a levantar un museo, pero no se pudo.
Después, en Lerma, y de repente el presidente municipal dijo ¡ya no! Luego otro pueblo, Santa María Rayón casi casi iba a ser, y no. Un día, el presidente municipal de San Mateo Atenco nos dijo vamos a hacerlo aquí. Pero llegó el COVID, y se atrasó. Finalmente se hizo ahí.
Hoy Yoko Sugiura Yamamoto comparte su tiempo entre México y Japón, dos mundos que danzan en su corazón.
Aquí en esta tierra de tradiciones y sueños conoció a quien sería su esposo el compositor Conlon Nancarrow (1912-1997), artista de alma profunda, de raíces estadounidenses y abrazo mexicano, y como dice la maestra Yoko, “un genio”.
La plática nos llevó a otros terrenos: el desafío por aprender el español; su afición por las artes populares, particularmente el textil, y la próxima publicación de un libro sobre la convivencia de los pueblos mesoamericanos. Para ella falta mucho por hacer, y para otras como yo, mucho que aprenderle.
Escritora y periodista