Héctor Octavio Carriedo Sáenz*
Victoria de Durango, Dgo.– En el contexto del plan de reconstrucción de Europa durante la posguerra y de los movimientos de independencia de varios países en África y Asia, en 1949 el presidente Harry S. Truman, en su discurso inaugural ante el Congreso estadunidense, señaló que grandes áreas geográficas del planeta eran “subdesarrolladas”.
Desde entonces los organismos multilaterales como los nacientes -en 1948- Fondo Monetario Internacional y el Banco de Reconstrucción y Fomento –BIRF- (hoy Banco Mundial) delinearían y conducirían las estrategias de financiamiento (y endeudamiento) en el mundo para llevar a los países subdesarrollados al desarrollo, concebido como perseguir tasas similares de crecimiento económico y consumo de la nación hegemónica. Para muchos intelectuales, desde entonces y por más de siete décadas, la aspiración de ciertas élites dirigentes y clases medias, en particular latinoamericanas, ha sido alcanzar los estándares y niveles de consumo de las clases opulentas en Estados Unidos.
En busca de dicha imagen objetivo del “desarrollo”, en los países subdesarrollados se fomentó -mediante el incremento de su deuda pública con el exterior- el “crecimiento económico sostenido”, como sinónimo de “progreso” y modernidad y, en la mayoría de estos países del tercer mundo, sin perseguir ningún propósito de justicia social o de política redistributiva, por lo que se amplió la desigualdad, la pobreza rural y urbana, la marginación y exclusión, sobre todo de las etnias indígenas y los pueblos originarios.
Simultáneamente se induciría que los sistemas económicos, políticos y culturales de estos países se parecieran, cada vez más, a los de Estados Unidos u otras metrópolis coloniales referentes de las naciones “periféricas” que fueron colonias de las potencias del mundo.
Grosso modo, en el periodo 1950- 1980 las ideas político-económico-sociales hegemónicas y, en particular las políticas para el desarrollo en los países del tercer mundo, sobre todo latinoamericanos, atravesaron por el siguiente contexto:
– Hegemonía del pensamiento económico keynesiano de la posguerra.
– Inicio de la guerra fría, y de las dicotomías Este-Oeste (socialismo vs capitalismo) y Norte- Sur (desarrollo-subdesarrollo).
– En México, Brasil, Argentina y Chile, principalmente, predominio de políticas nacionalistas y desarrollistas de crecimiento “hacia adentro” con la incipiente creación de un mercado interno de consumo e inicio de los procesos de industrialización tardía mediante la sustitución de importaciones, sobre todo de bienes de consumo; particularmente, en México, quedó trunca y nunca se culminó una segunda fase de sustitución de importaciones de bienes de capital, que en Brasil fue más exitoso.
– Descampenización (migración campesina del campo a las ciudades) y urbanización crecientes.
– Políticas extractivistas y de revolución verde en la agricultura – a base de agroquímicos y “paquetes tecnológicos” proveídos por empresas transnacionales- que permitieron subsidiar el crecimiento de las urbes con precios estables de los productos agrícolas, agroexportaciones y costos salariales disminuidos, contenidos o congelados de los trabajadores del campo y la ciudad.
– Los países dependientes con mejor suerte –México entre ellos- crearon instituciones de Estado de Bienestar, como la seguridad social, e impulsaron y consolidaron reformas agrarias; esto desde luego no en la mayoría de los países, ya que en varias naciones de América Latina y el Caribe prevalecían las dictaduras títeres de las empresas transnacionales como la United Fruit, de ahí la etiqueta de “dictaduras bananeras”.
– Finalmente, una cuestión central promovida desde los organismos financieros multilaterales (FMI y Banco Mundial): la creación de un régimen global de deuda que hizo menos soberanos y más dependientes de los centros de poder mundial a las naciones subdesarrolladas. Es historia muy conocida la crisis de países deudores que padecieron en la década de los ochenta, sobre todo, las naciones latinoamericanas (en algunas naciones se prolongó por más décadas). Por ello, se considera a los años ochenta como la década perdida para muchos países de AL debido a la gran carga de su deuda externa.
El historiador y pensador suizo Gilbert Rist (2002), crítico de la política mundial de desarrollo, considera que el desarrollo es una invención y una doctrina para las instituciones internacionales, que la lucha contra la pobreza es un eslogan y una coartada de las élites en el poder, y la globalización en realidad es un simulacro de “desarrollo”.
En el caso de México, en el periodo 1946-2018 el desarrollo atraviesa las siguientes orientaciones sexenales de política económica:
• Desarrollismo (1946-1952).
• Desarrollo estabilizador; con continuidad del desarrollismo, crecimiento con estabilidad de precios y del tipo de cambio (1954-1970).
• Agotamiento del desarrollismo con endeudamiento externo, énfasis en el estatismo, inflación de dos dígitos y abandono de la disciplina presupuestaria; crisis financiera y devaluación (1970-1976).
• Estatismo y sobreendeudamiento externo, crecimiento con inflación de tres dígitos, petrolización de las exportaciones y las finanzas públicas; crisis económica, megadevaluación y estatización de la banca privada (1976-1982).
• Primer ajuste neoliberal antipopular con políticas de desinflación y contención salarial; reordenación económica y cambio estructural; primera etapa de la privatización y extinción de empresas públicas; despetrolización de las exportaciones e ingreso al Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT), hoy Organización Mundial del Comercio (OMC); megadevaluación e inflación desbordada de tres dígitos; crisis financiera; Pacto de Solidaridad Económica para contener la inflación galopante (1983-1988).
• Inserción en la globalización; renegociación de la deuda externa con base en las políticas de ajuste estructural neoliberal recomendadas por el FMI; internacionalización económica, apertura comercial y a la inversión extranjera; construcción de tratados y acuerdos comerciales internacionales, en especial el TLCAN; privatización de la banca nacionalizada y de empresas públicas (como el monopolio natural telefónico TELMEX); autonomía del Banco de México; desregulación financiera y apertura a la inversión extranjera en distintos sectores de la economía antes vedados; profunda crisis financiera de fin de sexenio, debido a la crisis política y al desequilibrio del sector externo por el déficit en cuenta corriente y la salida de capitales (1989-1994).
• Acuerdo Nacional para Superar la Emergencia Económica; ampliación, consolidación y aprovechamiento de la red de tratados y acuerdos comerciales internacionales, y nuevos acuerdos, entre estos el Tratado de Libre Comercio entre México y la Unión Europea (TLCUE); blindaje del sistema bancario financiero, mediante regímenes de reservas bancarias e internacionales; extinción del sistema CONASUPO; privatización y venta de los ferrocarriles nacionales; impulso al FOBAPROA; implementación de los contratos de servicios múltiples y PIDIREGAS en PEMEX y CFE (1994-2000).
• Primera etapa de la degradación de PEMEX y CFE, y dilapidación de la renta petrolera; incorporación del FOBAPROA a la deuda pública que implicó la socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias; transición democrática fallida y fraude electoral de fin de sexenio; avance de la corrupción estructural y sistémica (2000-2006).
• Continuidad de la corrupción rampante y estructural; guerra fallida en contra de la delincuencia organizada, pérdida de la paz social y ruptura del tejido social; aumento del derroche de la renta petrolera; deterioro intencionado y progresivo de PEMEX y del sector eléctrico con miras a su privatización y entrega a la inversión privada nacional y extranjera mediante las reformas estructurales (2006-2012).
• Segunda generación de reformas estructurales neoliberales, principalmente la energética, laboral y educativa (que resultaron fallidas), corrupción pública y privada estructural, cínica, epidémica y desbordada (2012-2018).
Surgimiento del modelo neoliberal
Desde los inicios de los años setenta, economistas “por el lado de la oferta”, como Hayek y Friedman, sostenían que la relación entre lo público y lo privado se definía mejor mediante el mercado y la libre elección, y no con el Estado actuando en función del interés público (W. Parsons, 2007). En los años ochenta, en la reaparición y auge de este enfoque -connotado en círculos académicos como nuevo liberalismo- influyeron varios factores: cambio significativo en el patrón de acumulación capitalista global tendiente a fortalecer las ganancias del el sector financiero en detrimento del sector real y, en particular, del factor trabajo; crisis del Estado de bienestar socialdemócrata en Europa Occidental; crisis fiscal en América Latina aparejada con el agotamiento del modelo desarrollista latinoamericano; caída del socialismo real en la ex Unión Soviética y países de Europa del Este; cambios en el socialismo de China y Cuba y, finalmente, la imposición del neoliberalismo a escala global a partir de los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, en el Reino Unido y los Estados Unidos, respectivamente.
Las políticas y programas de “ajuste” neoliberal en el ámbito de las finanzas públicas tuvieron importantes costos sociales, al desmantelar las incipientes instituciones de Estado de bienestar y las empresas públicas de América Latina, al tiempo que profundizaron la desigualdad y la inequidad en la distribución del ingreso en países de la región.
En tal contexto, en los últimos 35 años el Estado mexicano fue capturado por una oligarquía rapaz que provocó el aumento y generalización de la corrupción estructural y los conflictos de interés, y profundizó los procesos de privatización y exclusión social. Más aún, se normalizaron la arbitrariedad y la impunidad al tiempo que se capturaron y simularon los mecanismos de fiscalización, control y rendición de cuentas. Los procesos de privatización y las alianzas público-privadas, sobre todo en el lapso 2000-2018 trajeron consigo distorsiones en el terreno electoral por la injerencia de dinero privado y otros poderes fácticos – como el crimen organizado – en los procesos electorales con tendencias a legalizar el cabildeo y el clientelismo neoliberal (Sandoval-Ballesteros, 2018).
El neoliberal es ya un modelo agotado, rebasado y fracasado. Prueba de ello es que, en 35 años de aplicación continua en nuestro país, aumentó los porcentajes de pobreza y la brecha de la desigualdad, la exclusión y marginación; precarizó el trabajo, estancó los salarios y disminuyó el empleo decente; incrementó la economía informal y la migración; enquistó, agravó y normalizó la corrupción que se convirtió en estructural, sistémica y epidémica, junto con la impunidad, la narcopolítica, la inseguridad y la descomposición del tejido social; provocó, entre otros fallos, patrones de consumo irracionales que han causado la epidemia de obesidad y diabetes; protegió privilegios elitistas y prácticas monopólicas, y aceleró el deterioro del medio ambiente, todo lo cual continúa amenazando la libertad, la seguridad, la paz y la cohesión social.
Aunque a algunos sectores de nuestra sociedad les parezca paradójico o difícil de aceptar o entender, en el actual momento histórico, caracterizado por la pandemia con daños irrecuperables en la salud de los pueblos, la economía y el tejido social, cada vez más se nutren las corrientes de pensamiento que preconizan que la economía no debe concebirse como el fin para la acumulación capitalista y el sobreconsumo depredador del medio ambiente, procesos que han generado descomposición social, contaminación agravada e impactos muy negativos, como el cambio climático.