Ivonne Acuña Murillo
Si el lenguaje crea la realidad, el aparentemente insignificante cambio en una letra tiene una enorme trascendencia. No es lo mismo referirse a Claudia Sheinbaum Pardo como la “presidente” que como la “presidenta”. Basta con recordar que por 200 años de vida constitucional en México, se ha sucedido una serie de 65 presidentes varones comenzando por Guadalupe Victoria y concluyendo con Andrés Manuel López Obrador antes de que, por primera vez en el país, se votara por una mujer para ocupar el cargo político de mayor importancia.
Desde esta perspectiva, la diferencia discursiva entre los adjetivos “presidente” y “presidenta” se encamina a señalar un cambio más que significativo en la historia política de la nación.
Visto así, la petición de Sheinbaum para ser llamada presidenta y no presidente guarda una relación directa con las luchas feministas por la igualdad, la inclusión, el trato equitativo y el reconocimiento de los derechos políticos, sociales, económicos, culturales.
Por lo que no, no se trata de un capricho sino de un paso más en la lucha política de las mujeres por la visibilización, la cual necesariamente pasa por el lenguaje, pues como dijo ella misma en su discurso de toma de posesión, este primero de octubre: “Hago una respetuosa invitación a que nombremos presidenta con “A”. Así como decimos jueza, abogada, científica, ingeniera, con “A”, porque como nos han enseñado lo que se nombra, existe, y lo que no se nombra, no existe”.
La acción de nombrar conlleva reconocer la existencia de algo, de alguien. Un sencillo ejemplo lo ofrece el hecho de dar nombre a una niña o un niño recién nacidos, pues el hecho de no hacerlo viola su derecho a existir, no de manera natural sino social, legal, razón por la cual dicho precepto es reconocido en la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes.
Por siglos se nos dijo, a las mujeres, que el concepto “hombre” (terminado en “e”) nos incluía a todas”. Falso, y las evidencias abundan en todo el mundo y en todas las épocas. En la Grecia clásica, por ejemplo, las mujeres vieron restringida la posibilidad de ser ciudadanas y participar de la vida pública. El mismo filósofo Aristóteles las consideró como parte del grupo de las personas inferiores y las confinó en el espacio no político, el del oikos (hogar).
Cuando en Francia, en la época de la Revolución de 1789, se dictaron los Derechos del Hombre y el Ciudadano, las mujeres no fueron consideradas por lo que Olympe de Gouges, quien murió guillotinada, se vio en la necesidad de proclamar los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.
Los tres grandes contractualistas, Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau, ratificaron la reclusión de las mujeres en el espacio privado, como lo había hecho Aristóteles, reservando el espacio público, aquel donde se llevaba a cabo la firma del contrato social para los hombres.
Un ejemplo más, es de los muy conocidos cafés ingleses donde, se hablaba de política, pero donde las mujeres no eran admitidas. Así que pregunto, ¿en cuál de estos casos la palabra “hombre” incluyó a las mujeres?
Nombrar a Claudia Sheinbaum “presidente”, por más que gramaticalmente sea correcto, supondría que no existe una diferencia entre ser un hombre o una mujer en la silla presidencial y aunque se exige de ambos, de ambas, que se desempeñen como la ciudadanía espera, más allá de su sexo-género, no puede pasarse por alto la importancia simbólica que reviste que sea ella una mujer y no un hombre, por lo que llamarla presidenta es políticamente correcto.
El uso de la “e” haciendo alusión al género neutro encuentra una posibilidad diferente al permitir un “desdoblamiento” al hablar y dedicar el sufijo “ente” para los hombres (presidente) y el sufijo “enta” para las mujeres (presidenta).
Y no es que la realidad se ajuste a la gramática, sino ésta a la realidad, de tal suerte que la petición de Sheinbaum de “nombrar” su cargo en femenino implica el reconocimiento de una victoria acariciada durante dos siglos, desde 1824 cuando un grupo de mujeres zacatecanas exigió, por primera vez, el reconocimiento de sus derechos políticos.
Por el contrario, nombrarla como “la presidente” nos llevaría a pensar que le ha sido prestada la oportunidad de ocupar la presidencia, pero que ésta volverá a manos de algún otro hombre y que pasarán otros doscientos años antes de que vuelva a ser ocupada por una mujer.
Así que, ¡nada de “señora presidente”! Sheinbaum llegó al puesto más alto en la estructura de poder, como ella misma reconoce, gracias a miles de mujeres que le antecedieron en la lucha por el reconocimiento de sus derechos políticos. Decir su nombre junto al adjetivo “presidenta”, nos informa a todas y todos que se quebró el monopolio masculino sobre el ejercicio del poder y que, como ella, muchas más mujeres ocuparán la silla presidencial.
Doctora en ciencia social; maestra en ciencia política; especialidad en estudios de la mujer (Colegio de México). Licenciada en ciencias políticas y sociales (UNAM).