Manuel Tejeda Reyes
Luego del asesinato de Álvaro Obregón, el entonces presidente en funciones, Plutarco Elías Calles, pensó en la utilidad de contar con una herramienta que le permitiera convertirse en el factor real de poder y así controlar al presidente en turno. Ideó para ello la generación de un partido político, el denominado Partido Nacional Revolucionario (PNR), al que convertiría en su instrumento operativo.
Para materializarlo consideró que por la nueva instancia partidista tendría que pasar todo lo que fuera de naturaleza electoral, es decir, transitarían por la naciente institución todos los que quisieran ocupar algún espacio en las Cámaras legislativas y en las gubernaturas de los estados. Además, los gobernadores tendrían que replicar el mismo proceso para designar a los candidatos a presidentes municipales y diputados locales.
El personaje que esgrimió que había llegado la hora de pasar de “…la condición histórica de país de un hombre a la de nación de instituciones y leyes”, lo que Calles aseveró al rendir su último informe presidencial, el 1 de septiembre de 1928, en el que criticó la dependencia de los caudillos, a quienes identificó como hombres presuntamente necesarios, que asumen tener una “condición fatal y única para la vida y la tranquilidad del país”, en realidad delineó al PNR, en las postrimerías de su presidencia, para convertirse en un nuevo tipo de caudillo, ubicado detrás de la silla presidencial, para así mantener el poder. Entonces, en sus orígenes, la tarea del PNR fue la de convertirse en la herramienta política para hacer posible que el “jefe máximo” conservara el poder y así permitir que la institución presidencial quedará sometida a sus designios.
Las cosas se modificaron radicalmente luego de que Lázaro Cárdenas llegó a la presidencia de la República. El nuevo mandatario terminó con la figura del “jefe máximo” y transformó al nuevo instituto, ya denominado Partido de la Revolución Mexicana (PRM), en un instrumento de imposición política del presidente en turno, poniéndolo plenamente en sus manos, pero sólo dentro de la extensión de su sexenio, al término del cual tendría que transferir su control, al igual que todas sus atribuciones políticas y administrativas, al presidente entrante.
Durante décadas los mexicanos supimos muy bien para qué servía el PRM, que luego mudo de nombre a Partido Revolucionario Institucional (PRI). Mientras que en la Constitución y en las leyes estaban establecidos los derechos políticos de los gobernados, la división de poderes y los procesos electorales con distintos candidatos contendientes, la realidad era muy diferente. Teníamos un partido que se autoproclamó la institución de los herederos de la Revolución, misma que se transformó en la secretaría electoral del gabinete presidencial; en la única vía de acceso al poder y en el generador de triunfadores, por las buenas o por las malas, de los procesos electivos en los que sus candidatos participaran. Y claro está, participaban en todos.
Pero nada dura para siempre. El “partidazo” entró en una profunda crisis y el PRI empezó a dejar de ser el aglutinador de todas las tendencias políticas y el único ente capaz de ganar elecciones en México. Lenta pero irremediablemente el PRI, que había surgido para preservar el poder político de la clase gobernante, comenzó a caer. Y si hay que poner una fecha y/o establecer un acontecimiento para fijar el inicio de su derrumbe, creo que se coincidirá en que eso sucedió luego de la fractura que implicó la salida del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y sus muchos seguidores y simpatizantes, en medio del proceso de sucesión presidencial ocurrido en 1987.
Pero la caída del partido hegemónico no iba a ser fácil y tampoco rápida ni indolora. Antes de perder el poder, la sociedad mexicana atestiguó como el PRI y sus gobernantes orquestaron un vergonzoso fraude electoral en 1988; solaparon un régimen privatizador y corrupto surgido de ese proceso; perdieron a su candidato presidencial y al secretario general del partido en sendos homicidios; nunca aclarados a plenitud, e iniciaron un nuevo sexenio con una tremenda crisis económica.
La caída se aceleró cuando la coalición de intereses políticos y económicos que mantuvo el poder por más de 70 años perdió la Presidencia de la República, luego del último sexenio del siglo XX, en el que las deudas de la Banca, que apenas algunos años atrás se había reprivatizado, fueron convertidas en deuda pública, mientras muchos mexicanos comunes habían perdido su patrimonio o gran parte de él.
Cuando la institución política hegemónica vio desgarrado el vínculo que unía a la dirección y militancia del partido con su liderazgo real, el presidente en turno, el PRI sintió encima el peso de su historia, en la que nunca necesitó de un sistema normativo al que se sujetarán dirigentes y militantes para solventar sus procesos internos.
La inca – pacidad para generar una regulación obligatoria para sus liderazgos y sus bases, con la que se asumiera la nueva realidad, sumada al peso de su subcultura de sumisión, arraigada durante las décadas, cuando las cosas dentro del partido, se hacían acatando la voluntad de quienes detentaban el poder, provocó que el mando dentro del PRI fuera repartido entre uno de sus ex gobernadores con más señalamientos de abusos, excesos y corrupción: Roberto Madrazo Pintado, en alianza temporal con quien en ese momento era la cacique del sindicato de maestros, Elba Esther Gordillo.
Luego de que Vicente Fox invitó a los priistas a gobernar con él un supuesto “cambio”, cualquiera que haya sido, ambos personajes compartieron su poder con los gobernadores de los estados en los que el PRI conservaba la titularidad del Ejecutivo. Pero hubo un problema mayor: la dirigencia de Madrazo se construyó para alcanzar la candidatura presidencial, objetivo que consiguió para el proceso electoral de 2006, dejando muchos cadáveres políticos en el camino, incluido el de su antigua aliada y posterior enemiga, la maestra Gordillo.
La estrepitosa caída del PRI al tercer lugar en los comicios de ese año terminó por propiciar que quienes asumirían el control del partido a nivel local serían los gobernadores, dado que ya no contaban con el mando proveniente del centro del país. La dirección nacional del PRI pasó a designarse entonces a partir de los pactos entre los personajes de poder en las entidades y algunas figuras políticas con presencia nacional, los cuales resolvieron quiénes formarían parte de la dirigencia partidista.
Pero como el pegamento que unía al PRI no era la ideología y los proyectos, sino el poder en sí mismo y sus recursos económicos y políticos, cada elección en la que perdían gobiernos locales, los priistas también perdían liderazgos y militancia, de forma que luego de cada derrota, las que se empezaron a volver cada vez más frecuentes, también mermaban la membresía y lo que les quedaba de pretexto para mantenerse unidos.
Para las elecciones de 2012 se pensó en el renacimiento de la organización. Se nos dijo que estábamos en presencia de un “nuevo PRI”, recompuesto en torno al entonces ex gobernador del Estado de México y candidato presidencial, Enrique Peña Nieto, quien, además, contaba con el apoyo fáctico de Televisa, de distintos empresarios y de la tecnocracia que llevaba 30 años promoviendo las reformas, que para entonces denominaron “estructurales”, con las cuales ahora sí el país se iba a insertar en el mundo de la forma más competitiva posible.
La dura oposición de Andrés Manuel López Obrador y de su naciente Movimiento a los desde entonces aliados PRI-PAN-PRD, terminó por hacer impresentables las reformas que éstos impulsaron. Pero el factor que, desde mi perspectiva, influyó de manera determinante en la ciudadanía al evaluar a Peña Nieto y a su gobierno fue la corrupción, la superficialidad y la incapacidad que tan bien representaron el Presidente y los principales integrantes de su equipo, quienes, sin asomo de pudor, acumulaban riqueza ante la indignación de la ciudadanía.
Peña Nieto supo, desde muchos meses antes de la elección de 2018, que sería derrotado, y por eso, no por sus intereses democráticos, fue que al final del proceso decidió bajar la cortina y no meterse en la elección; así se cubriría la espalda y evitaría rencores y afanes de revancha del previsible ganador. Después de que acabó su sexenio, con varios de los suyos y él mismo en el exilio autoimpuesto y con otros en la cárcel o muertos, la debacle no se hizo esperar. Con el final de su gobierno llegó la cuenta regresiva del PRI.
A partir de 2014, Andrés Manuel López Obrador no le cerró las puertas de Morena a los exiliados del PRI, que fueron muchos. Ese partido ya no contaba con la capacidad para imponer triunfos de sus candidatos; tampoco podía garantizar cargos públicos y así perdió la posibilidad de ejercer disciplina sobre sus militantes; después, con la derrota priista en la elección presidencial de 2018, vino la desbandada, el PRI quedó mutilado, a merced de las disputas entre oportunistas y dirigentes desprestigiados.
Y les vino lo peor: la llegada de un aprendiz de mafioso como su nuevo dirigente nacional, quien ha representado, a nivel de farsa, los momentos finales de la historia de un partido que ya no es lo que fue, que perdió su esencia y que está siendo carcomido por quien fue su aliado histórico: el PAN.
La crisis derivada de la tercera derrota en la elección presidencial de 2018 cambió las cosas: el dinero público dejó de fluir; ya no había suficientes gobiernos estatales para mantener engrasada la vieja maquinaria de lealtades clientelares y se dejó fuera del presupuesto a muchos de los caciques e intermediarios que prosperaban gracias a su militancia priista.
No podía ser de otra manera. Como bien lo ha dicho Lorenzo Meyer, el PRI nació en el poder para preservarlo, no para ser un partido que compitiera con otros por alcanzarlo. Surgió para articular los intereses del “jefe máximo”, primero; y luego se mantuvo para cohesionar la lealtad de la clase gobernante. Fue el gran intermediario de la política mexicana, sobre todo, entre las autoridades y grupos concretos con capacidad de movilización, los cuales a cambio de la obtención de ayudas específicas y de su aptitud para negociar el acatamiento de la ley, según su propio beneficio, eran asiduos apoyadores electorales en cada proceso en el que se les requiriera, por lo que el partido fue en realidad un gran gestor de diversos favores económicos y políticos, pero no un competidor.
Para el caso de que alguna persona quisiera obtener un “apoyo” gubernamental, ya fuera una autorización para operar un negocio, o un espacio en la calle para poner un puesto en algún tianguis, o una esquina para vender periódicos, había que pertenecer al PRI por conducto de alguno de sus sectores. ¿Había un sindicato que quería beneficios para sus agremiados? Tenía que afiliar a sus miembros al partido. Así, en un país con amplia diversidad social y regional, la unidad priista se generó gracias a los operadores caciquiles, quienes eran imprescindibles para mantener la tan memorable “unidad”, propia del auto celebrado régimen.
En consecuencia, es posible aseverar que el PRI nunca ha sido verdaderamente un partido político, porque en sus épocas de oro realmente fue una organización política con el carácter de monopólica. De esta forma, no había posibilidad para los rompimientos ni para las rebeliones internas. Tampoco existían opciones de salida si se quería detentar algún cargo de elección y mantener las dispensas y las canonjías. Dicho en otras palabras, cómo pensar en una escisión interna, si la ruptura implicaba dejar de vivir bajo el manto del presupuesto.
Antes de perder de nuevo la Presidencia de la República, en el pasado proceso electoral en el que compitió con una candidata que no era su militante, el PRI ya había demostrado, una vez más, su falta de capacidad para dotarse de reglas y prácticas que lo transformaran en un genuino partido político, apto para la competencia por alcanzar el poder contra otras organizaciones; con una ideología propia y un proyecto de país específico.
Derivado del amasijo de intereses que se generaron entorno de él, la unidad partidista nunca dependió de una posición ideológica, tampoco de un programa de acción, ni de un proyecto político común entre sus miembros. La membresía del PRI implicaba el acatamiento del conjunto de reglas implícitas del juego político para tener la posibilidad de alcanzar alguna de las candidaturas a los puestos de elección popular, o ser parte de alguno de los altos o medianos cargos de la burocracia gubernamental.
Por su parte, las llamadas “bases priistas” estaban formadas por redes de miembros acoplados por caciques que fungían como intermediarios, quienes negociaban beneficios con cargo al presupuesto y algunos puestos o prebendas políticas para los más disciplinados de entre ellos, a cambio de su apoyo incondicional.
Y viendo los números es posible advertir que el fracaso lleva años en gestación, porque en las elecciones presidenciales de 2012, el PRI con Enrique Peña Nieto como su candidato, obtuvo 16,231,456 votos. En 2018, con José Antonio Meade como candidato, alcanzó 7,677,180 votos (13.56% del total), y en 2024 esta cifra disminuyó en casi dos millones de votos, reflejando una reducción del 25%, dado que sólo consiguió 5,736,759 votos, una caída del 64.66%.
En la Cámara de Diputados, los resultados fueron igualmente desastrosos para los priistas. En 2018, el PRI obtuvo 9,310,523 votos (16.53%). En 2021, esta cifra disminuyó a 8,715,899 votos (17.73%), y en 2024, cayó a 6,574,223 votos (11.11%).
En el Senado, la tendencia a la baja también es consistente. En 2018, el PRI tuvo 9,013,658 votos (15.89%), pero en 2024 sólo obtuvo 6,530,305 votos, representando el 10.8% del total.
La pérdida de poder local también ha sido sostenida. En 2019, cuando Alejandro Moreno asumió la dirigencia del PRI, el partido gobernaba en 12 estados. Ahora, el PRI sólo tiene dos gobiernos estatales: Coahuila y Durango.
Frente a este panorama electoral, con la pretensión de Alejandro Moreno de extender su mandato por cuatro años más y con la posibilidad de ampliarlo por otros 4; ante la decisión de las autoridades electorales de invalidar ese atraco; viviendo una desbandada de militantes, cabe preguntarse: ¿cuál es el futuro de un partido que fue prácticamente el único en el siglo XX? Frente a Morena, que se ha presentado como un partido con bases programáticas de izquierda; considerando que el PAN hace lo propio en la derecha del espectro político, el PRI aparece como indefinido, siendo claramente posible en un partido carente de ideología y sin capacidad para atraer a un electorado diverso y de edades tempranas.
Tampoco parece que le resulte atractivo (el PRI) al votante escolarizado y urbano; mucho menos a los que reciben pensiones y ayudas del gobierno de Morena. Hoy, el PRI, metido en sus disputas internas para determinar quién se queda con el cascarón que es actualmente ese partido, no ha sabido elegir estrategias más modernas ni enfocar a sus posibles votantes, por lo tanto, parece imposible que sobreviva y que encare un futuro promisorio. Por eso, creo que, después de muchas décadas, por fin llegó la hora de decirle adiós al PRI.
Abogado y analista político