Rodrigo Coronel*
La Iglesia Católica vive tensiones y disensos. Como toda institución humana, está sujeta a las muchas contradicciones que atraviesan el vasto universo de las pasiones e intereses. No es un ente homogéneo. Nunca lo ha sido, nunca lo será. En su seno tienen lugar luchas, posicionamientos, descartes y alianzas, programas y agendas que conviven o se contraponen. Su apasionante historia da cuenta de esa riqueza humana que, tras bambalinas, ha modelado a una de las instituciones más influyentes de Occidente.
Paradójicamente, hay quienes proscriben esa historia en aras de aparentar lo contrario y hacer pasar a la Iglesia por un organismo monolítico, impermeable al tiempo y a sus dictados.
Argumentan que sus enseñanzas, las que legó Jesús y recogieron sus apóstoles, son inconmovibles al tiempo y sus caprichos. No les falta razón en un sentido muy específico de su abordaje. Hay dos interpretaciones en tensión permanente en la forma en que la Iglesia es asumida socialmente. Una de ellas responde al aparato ideológico y espiritual de la Iglesia; en ésta su justificación se halla completa en la misión que Jesús, en tanto personaje histórico, le encomendó hace milenios. La otra interpretación acude a la materialidad política e histórica de la Iglesia, a las coyunturas en las que participó como testigo o protagonista, a los procesos sociales y políticos que detonó el ejercicio del poder material que ejerció y sigue ejerciendo.
En los márgenes de esa segunda interpretación caben juicios más bien profanos; interpretaciones en las que los conflictos se dan por sentado. Y no hay una mejor coyuntura para ser testigo de esta Iglesia humana y profundamente política que los procesos que redundan en la elección de un Papa y sus primeros pasos como tal, tan llenos de augurios y pistas, aunque no podamos descartar una explicable sobre interpretación -consecuencia natural a los casi arcanos modos de hacer política que privan en la Iglesia puertas adentro-.
Asentadas las recelosas aguas de la sucesión papal, los medios de comunicación han dejado descansar el tema en las coberturas habituales, para dejarlo en manos de los portales confesionales de siempre. Durante semanas, con el ciclo que inauguró la muerte del Papa Francisco, el 21 de abril del 2025, no se habló más que del legado de Francisco, la identidad de sus probables sucesores -predicción que sólo tuvo un acierto-, de los pormenores del Cónclave -y con él, de algunas curiosidades históricas de este proceso-, del significado del humo blanco y del humo negro…
Se trata de un guion bien conocido y asentado. He visto tres ciclos mediáticos similares, los que corresponden a la muerte del Papa Juan Pablo II y Francisco, y a la renuncia de Benedicto XVI, y a pesar de mis pocos años en el primer caso, y a la distancia entre los tres acontecimientos, el libreto ha sido el mismo o, por lo menos, muy parecido.
La muerte de un Papa marca generaciones completas y obliga a replantear agendas mundiales, paraliza a una de las burocracias más antiguas y extensas del planeta, además de clausurar ciclos históricos enteros. No es un acontecimiento menor. Y a pesar de ello, los medios de comunicación de todo el mundo siguen pareciendo rebasados y poco creativos, acudiendo al viejo libreto de su tradicional cobertura. Desconozco los abordajes celebrados en el pasado, pero dudo que no hayan seguido las mismas pautas que los actuales. Incluso los imagino más superficiales, si cabe, incluso más chatos.
Por ejemplo, dudo que durante el funeral del Papa Juan Pablo I, se hayan comentado con suficiencia las, por decir lo menos, extrañas circunstancias de su muerte y, más importante aún, las peculiaridades de su contexto[1]. Un vacío, por cierto, que la última pieza de la trilogía de El Padrino llenaría con una dosis de ficción y efectismo.
Se trata de un hecho indiscutible que el velo protector de la Iglesia, el que la mantenía fuera de escándalos y miradas inquisitivas, ha adelgazado. Para justicia y fortuna de todos. No podía ser para menos. Las tropelías de un Marcial Maciel no podían quedar relegadas al secretismo, como una facción de la Iglesia se esforzaba por lograr. Sin embargo, y a pesar de que la sociedad ha adoptado posturas más críticas y liberales en materia religiosa, no deja de percibirse una cierta contención, teñida de franca cursilería, cuando de cubrir la Iglesia se trata, sobre todo en coyunturas tan delicadas como la que arrancó tras la muerte de Francisco.
Se entiende, Francisco reunía las cualidades necesarias para destacar en el competitivo ambiente mediático de nuestros días. Su magnetismo personal se fincaba, en buena medida, en el contraste. Frente al estricto protocolo eclesiástico, Bergoglio oponía su chabacanería. Este Papa reía y bromeaba, daba consejos a los recién casados -a quienes invitaba a pelearse todo lo que quisieran, siempre y cuando se contentaran antes de irse a la cama- y no tenía empacho en mostrarse molesto cuando la excesiva misericordia de algún feligrés perdido en San Pedro, atrapaba su mano más allá de lo debido -todos recordamos el célebre: “¡No seas egoísta, no seas egoísta!”, acompañado de un par de enérgicos pero misericordiosos manotazos-.
Francisco, dirían nuestras abuelas, “se dio a querer”. Y se notó. La cobertura de su funeral estuvo teñida de melancólicas remembranzas a su chistes y muestras de cariño. Lo que, paradójicamente, sirvió para empañar o, al menos, quitar el foco en su labor reformista en una institución que asimila toda modificación como un atentado a su origen y naturaleza, al menos para uno de los bandos que perviven en su seno.
Contados fueron los medios que obviaron su carismática presencia, para dar lugar a un análisis pormenorizado de su legado y posicionamiento político dentro de la Iglesia. Sus reformas alcanzaron la organización misma de una institución diseñada para que el tiempo no haga mella en su estructura. Por ejemplo, Bergoglio apostó por la transparencia financiera de la Iglesia, promovió la participación de laicos, hombres y mujeres, en la toma de decisiones en diferentes órganos de esa institución, concedió una mayor representación en el Colegio Cardenalicio -el encargado, entre otras cosas, de elegir al nuevo Papa- a ciertas regiones del mundo históricamente relegadas. Además, las sanciones que acometió en contra de los sacerdotes pederastas y encubridores, marcaron una distancia más que necesaria con algunos de sus antecesores, como Juan Pablo II, otro animal mediático.
En términos políticos, Juan Pablo II y Francisco fueron dos papas antitéticos; el primero, conservador y bien valorado por la derecha mundial, y el segundo, progresista y consecuente con un discurso crítico del sistema económico[2]. No obstante, las dos figuras coinciden en la gran sensibilidad que mostraron para hacerse con la atención mediática que, finalmente, formó parte vital de su papado.
Ambos se distinguieron por el gran carisma que ejercieron entre la feligresía y otros tantos sectores no precisamente cercanos a la senda católica. La relación de Juan Pablo II con el público mexicano dio lugar a portentos de la cursilería, y a sumar al museo del surrealismo el único soundtrack que acompañaba la presencia de un líder religioso: la canción Amigo, de Roberto Carlos.
Una vez escogido el nuevo Papa, tras la sorpresa que siguió a su designación, los medios de comunicación habituales resintieron su propio desconocimiento del contexto en El Vaticano. León XIV era una incógnita -. De él apenas se sabían un puñado de datos, como que era norteamericano y desde hacía décadas se había nacionalizado peruano. Además, como dejó ver en su discurso desde el balcón de San Pedro, hablaba un español impecable. Más tarde las lagunas fueron llenadas de a poco. Prevost se revelaba como un hombre serio, bien valorado en sus dotes como gobernante, políglota, humilde y afable, con una postura política cercana a las posiciones de Francisco.
Una personalidad así, no anticipa las andanadas mediáticas que llevaban a Francisco al primerísimo lugar de la dinámica en los medios. Cubrir a León XIV, al menos así parece hasta ahora, depara un ejercicio más cuidadoso y metódico, lejos de la adrenalina que suponían las afirmaciones de Bergoglio. El nuevo papa tiene toda una vida para definir su personalidad mediática. Literalmente. Ojalá los medios estén a su altura.
*Periodista
[1] El pontificado de Albino Luciani, quien adoptara el título de Juan Pablo I, apenas duró 33 días. El nombre que escogió como Papa fue un homenaje a sus dos antecesores, Pablo VI y Juan XXIII, ambos líderes reformistas de la Iglesia Católica. Con ese gesto, Luciani anunciaba que seguiría por la misma senda; sin embargo, un infarto agudo al miocardio interrumpió sus planes, entre los que se encontraba una limpieza profunda a las opacas finanzas del Vaticano, en particular a las de su Banco. Asignatura pendiente, por cierto.
[2] La postura política de Francisco alteró de tal modo los equilibrios dentro de la institución eclesiástica, que la Iglesia Católica mexicana, a través de su órgano oficial Desde la fe, se esforzó en darle un sentido menos “ideológico” a su papado. En este artículo lo analizo: “Adiós, Francisco” (https://revoluciontrespuntocero.news/adios-francisco/)