René Juvenal Bejarano Martínez
En los anales más oscuros del sistema judicial mexicano, hay episodios que no sólo exhiben la podredumbre institucional, sino que condensan en una sola escena el drama completo de una nación secuestrada por la mentira. Uno de esos episodios lleva el nombre de Israel Vallarta y Florence Cassez: no un caso judicial, sino una tragedia moderna donde los jueces no impartieron justicia, los policías no buscaron la verdad, los periodistas no informaron, y los medios se convirtieron en bufones de un imperio edificado sobre la simulación.
El 9 de diciembre de 2005 se transmitió en vivo, por televisión nacional, el aparente “rescate” de tres víctimas de secuestro. Fue un montaje urdido por las entrañas del poder, una mascarada televisiva conducida por el periodista Carlos Loret de Mola, orquestada por Genaro García Luna y ejecutada por su lugarteniente Luis Cárdenas Palomino. Como bien lo retrata Jorge Volpi en su “Novela criminal”, no se trataba de justicia, sino de espectáculo. El crimen, el castigo, los villanos y los héroes ya estaban escritos antes de que la cámara encendiera su ojo. La verdad fue un cadáver envuelto en celuloide.
Detrás del telón, la sombra ominosa de Eduardo Margolis se proyectaba como figura ambigua entre el espionaje, los intereses personales y las venganzas privadas. Y en el centro del escenario, dos seres humanos fueron expuestos como trofeos: Florence Cassez, ciudadana francesa, y su entonces pareja Israel Vallarta. Ninguno de los dos había tenido derecho a un debido proceso. No existía una sola prueba sólida. Lo que existía era el libreto de un gobierno necesitado de victorias mediáticas en su “guerra contra el crimen”, esa guerra inútil y sangrienta que Felipe Calderón convirtió en política de Estado, a costa de las instituciones, de la legalidad y de las vidas humanas.
Emmanuelle Steles, en “El teatro del engaño”, desmonta pieza por pieza esta farsa construida con tortura, confesiones extraídas bajo amenaza, testigos fabricados y policías actores. La puesta en escena televisiva no fue un error: fue un método. El montaje fue una forma de control narrativo y un mensaje de impunidad. ¿Qué puede esperarse de un país donde la verdad es sustituida por la escenografía y el juez parece trabajar para la producción de un noticiero?

La Suprema Corte de Justicia de la Nación, años después, tuvo que intervenir. No para dictaminar sobre la inocencia o culpabilidad de Florence Cassez, sino para reconocer que su proceso estuvo viciado desde su origen, que sus derechos fueron violados sistemáticamente, y que el Estado mexicano había fracasado en garantizar un juicio justo. El fallo fue un acto de mínima dignidad jurídica, pero también fue una bofetada a quienes, durante años, gritaron con furia su condena desde los micrófonos, las cámaras y las columnas editoriales. Florence salió en libertad. Israel, no. La narrativa pública permitió esa disociación sin escándalo: la extranjera victimizada por el sistema; el mexicano abandonado en sus entrañas.
Israel Vallarta llevaba casi veinte años privado de su libertad. ¿Cómo se mide el tiempo robado por el Estado? ¿Cómo se repara una vida marcada por la tortura, la ignominia y el abandono? Ninguna resolución judicial puede devolver lo perdido. Lo que debería estremecernos no es sólo su caso particular, sino el precedente que deja: en México, basta un montaje para despojar a alguien de su libertad, basta un guión para dictar culpabilidad. Las cárceles están llenas de inocentes sin cámaras, sin embajadas que protesten, sin periodistas que escarben.
Lo más perverso no fue la mentira, sino el consenso que la sostuvo. Las grandes televisoras —Televisa y TV Azteca—, la mayoría de los diarios de circulación nacional, las estaciones de radio, los “líderes de opinión” que repitieron la versión oficial como si fuera dogma, conformaron un coro de impostores que defendieron la infamia en nombre de la justicia. Fue un linchamiento mediático disfrazado de cobertura informativa. El caso Cassez-Vallarta mostró de forma descarnada que el periodismo, cuando renuncia a la verdad, no sólo deja de ser periodismo: se vuelve cómplice.

Por eso, la Cuarta Transformación —si desea ser algo más que un lema— debe llegar al corazón de la Fiscalía General de la República, a las fiscalías estatales y a cada agencia del Ministerio Público donde la tortura y la corrupción aún se practican como rutina. No basta con cambiar los nombres en los escritorios: hay que extirpar las prácticas. Y debe también transformar los medios de comunicación, no por decreto ni censura, sino por la regeneración ética de sus principios, por la construcción de una prensa libre que entienda que su deber es con la sociedad, no con el poder.
El caso Vallarta-Cassez es una advertencia: donde no hay justicia, la ley es una máscara; donde no hay prensa libre, la información es propaganda; donde no hay memoria, la infamia se repite. No se trataba sólo de liberar a un hombre inocente. Se trata de que nunca más se condene a nadie en nombre de un show. Porque el país ya no puede seguir siendo ese teatro del engaño. Porque la verdad, tarde o temprano, pide su escena. Porque la justicia, si ha de ser real, debe empezar por mirar al fondo del abismo que el poder ha cavado con palabras falsas y sentencias sin alma.