Ivonne Acuña Murillo
Para nadie es una novedad que en el afán por imponer sus ideas e intereses a la colectividad, incluso al interior de éstas, las élites políticas y económicas mienten. Lo han hecho por siglos. La diferencia hoy estriba en la forma como lo hacen.
La proliferación de medios de comunicación, de masas primero y personales después, les brindan la posibilidad de propagar entre millones de personas, de manera exponencial e instantánea, lo que antes corría de boca en boca durante semanas, meses, incluso años. Es el caso de las Redes Sociales en cuyas plataformas corren diariamente fake news (noticias falsas), verdades a medias, desinformación y versiones alternativas de las diversas realidades en las que se mueve la gente, sin que parezca existir una autoridad capaz de frenar esta proliferación.
Menos cuando personajes como Mark Zuckerberg, CEO del grupo Meta y fundador de Facebook (FB), anunciara el 7 de enero de 2025 que se desharían de los fact-checkers (verificadores de datos), encaminados a “limpiar” dicha plataforma de noticias falsas, dejando en manos de les usuaries la comprobación de la información.
Lo anterior no sería preocupante si no fuera porque más del 90 por ciento de las personas que en el mundo se informan vía los diversos medios de comunicación, no tienen la preparación suficiente para discernir entre una noticia falsa y una verdadera. Tampoco cuentan con el entrenamiento que les permita consultar diversas fuentes de información y saber en cuál de éstas se desinforma, se sesga la información o se ocultan datos.
Como todo empresario de peso, Zuckerberg ha tomado una decisión en favor de sus propios intereses, los cuales ha leído en el marco de la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y no pensando en quienes utilizan su red social. A decir de él mismo, los fact-checkers han contribuido a erosionar la confianza en torno a la información que corre en Internet en lugar de renovarla, por lo que considera prudente desplazar esa responsabilidad hacia quienes interactúan en FB, alrededor de tres mil millones de usuarios cada día.
Además, acusó a los medios de comunicación tradicionales de haber “presionado para que haya cada vez más censura”. Desde esta visión, se debería dejar correr libremente todo tipo de contenido sin importar si contribuye a desinformar violando abiertamente el derecho de la gente a recibir información verdadera, oportuna y de calidad en defensa de una supuesta “libertad de expresión”, la cual escapa a la regulación democrática, diseñada para impedir que se manipule la voluntad de millones de personas en beneficio de unos cuantos.
Delgada es la línea que separa la libertad de expresión de los abusos que en su nombre pueden cometerse, lo mismo que la división entre los controles democráticos y la censura; sin embargo, afirmarlo así no debería llevarnos a suponer como correcta y deseable la circulación irrestricta de contenidos que provocan desinformación, definida esta última como la “creación de información falsa para menoscabar el conocimiento de la realidad con la intención de modificar percepciones y comportamientos”, según puede leerse en el informe La era de la información: hacia una tendencia autoritaria, elaborado por Alberto Arce y publicado por el Instituto N o v a c t de Noviolencia, en oct ubre de 2024.
De acuerdo con este informe, la humanidad habita en la Posverdad, entendida como: “un régimen desinformativo global en el que es cada vez más difícil separar verdad de mentira, en el que los hechos y su verificación importan menos que las emociones y las opiniones que distorsionan la realidad”. En este régimen se producen y difunden historias y narraciones erróneas, falsas, parciales, malintencionadas, en el contexto de un ataque deliberado y de precisión a la realidad compartida “con la intención de confundirnos y modificar nuestro comportamiento, para ejercer poder sobre nosotros, para ponerle un precio y extraer beneficios económicos y políticos de nuestra conducta alterada”.
En primera instancia, se asume que tales ataques provienen de gobiernos constituidos, bien locales o nacionales, que buscan manipular las acciones de la ciudadanía y dirigir su apoyo incondicional y no razonado a políticas públicas que no sólo no les benefician sino que pretenden concentrar la riqueza, los recursos, los productos del desarrollo en una minoría en detrimento del nivel de vida de las mayorías.
Pero no se piense que sólo los gobiernos tienen la capacidad de desinformar o iniciar guerras informativas en las que no se pueda diferenciar la verdad de la mentira. La tienen también las élites empresariales, mediáticas, religiosas, militares, delictivas. Ya no se necesitan balas, se insiste en el informe presentado por Novact, “les sobra con medias verdades, descontextualización, mentiras, memes, imágenes, audios y vídeos (sic) falsos que no sólo parecen reales, se convierten en reales para quienes así lo deciden”.
“Quienes así lo deciden”, contundente expresión que apunta a ambos extremos del modelo actual de comunicación: tanto al lado del emisor como del receptor. Es decir, quien recibe la información falsa puede ser proclive a aceptar como verdad aquello que no parece serlo, suena absurdo y hasta ridículo pero que coincide con aquello que anteriormente ya pensaba.
Por ejemplo, durante gran parte del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, miles de personas estuvieron dispuestas a creer, aun contra toda evidencia, que el presidente de la República estaba destruyendo a México. ¿Por qué? Porque lo odiaban desde antes que llegara a la silla presidencial.
Sin embargo, la pregunta ¿qué fue primero: la gallina o el huevo? aplica aquí como parte de una mentira previa a otra mentira. Esto es, qué fue primero, el odio a López Obrador o la campaña presidencial de 2006, en la que el Partido Acción Nacional (PAN), su candidato Felipe de Jesús Calderón Hinojosa y el propio presidente del país, Vicente Fox Quesada, lanzaran la campaña identificada con la frase “AMLO, un peligro para México”.
Cabe cuestionarse entonces: ¿el odio a López Obrador lo convirtió en un peligro para México? O ¿el ser un peligro para México se convirtió en odio hacia él? En términos cronológicos, sabemos que la campaña de odio fue primero, pero eso no asegura que ya existiera gente que le odiara por su posición política de izquierda y su desempeño como opositor al régimen de derecha.
Se teje de esta manera una compleja red entre emisor y receptor de tal suerte que el emisor aprovecha elementos latentes en el clima de opinión para hacer llegar noticias falsas a quien quiere escucharlas. Lo anterior no quita que tal desinformación sea enviada a través de una compleja red de medios de comunicación, nuevas tecnologías de la información y la comunicación y una estructura comunicativa basada en una intrincada red de relaciones sociales. Esto explica cómo puede volverse verdadera una mentira que circula profusamente en un mismo medio social, reconfigurando el mundo conocido a través de la gestión de nuestros miedos y temores.
La distopía literaria creada por George Orwell en su novela 1984 se ha vuelto real. Opera ya en el mundo una especie de policía del pensamiento que, a través de algoritmos, nos indica qué contenidos consumir anticipándose a nuestra forma de pensar; una neolengua que nos enseña a usar nuevas palabras y a vaciar de contenido las anteriores para formar aberraciones tales como “una democracia autoritaria” o un “autoritarismo democrático”; un gran hermano que se alimenta de nuestra información y nos dice dónde está y quién es el enemigo, además de vigilarnos todo el tiempo a través de cámaras de reconocimiento facial, de los datos que proporcionamos a las diversas instituciones con las que interactuamos y por la información con la que cotidianamente alimentamos nuestras redes sociales.
Pareciera que estamos a la deriva navegando en un mar de desinformación y que por la profusión de ésta nos sumergimos sin remedio en el mundo de la posverdad. Sin embargo, no todo está perdido, un ejemplo reciente así lo demuestra. En las elecciones presidenciales de 2018 y 2024, la ciudadanía en México fue capaz de ignorar el ruido ensordecedor creado por los principales medios de comunicación y su séquito de periodistas, intelectuales, académicos, políticos, influencers, youtuberos, granjas de bots y troll centers, con la intención de impedir que la izquierda política ejerciera el poder. No hubo manera de lograrlo, a pesar de los millones y millones de pesos gastados para evitarlo, una parte importante de la ciudadanía, cerca de 36 millones de votantes, eligieron la opción que se pretendía desecharan.
Sin duda se trata de una ciudadanía crítica, politizada y bien informada producto de un proceso de pedagogía política, implementada por López Obrador, dirigido a reforzar la certeza de control en la gente, una sensación de empoderamiento en la ciudadanía y la motivación para pensar analíticamente a partir de la evidencia.
Lo anterior no lleva a desconocer la magnitud del fenómeno ni a ignorar sus terribles consecuencias, basten dos ejemplos. En 2003, el gobierno de Estados Unidos, comandado por el presidente George W. Bush, logró burlar los mecanismos de verificación (fact-checkers) de uno de los diarios más relevantes del mundo, The New York Times, propagando una serie de mentiras contaminando a la opinión pública, entre ellas la posesión de armas nucleares, con las que se justificó la invasión de Irak y la muerte de cientos de miles de personas.
El 11 de marzo de 2004, pocas horas después de un atentado terrorista que costó la vida a 193 personas en Madrid, el entonces presidente del gobierno español, José María Aznar, llamó en varias ocasiones a los directores de los principales periódicos de su país para decirles que estaba convencido de que ETA era la responsable del ataque. Ese mismo día, uno de ellos, Jesús Ceberio, director de El País, ya estaba convencido de lo contrario. “No sólo de que no había sido ETA sino de que Aznar quería que fuese ETA por el temor a que una reivindicación por parte de grupos cercanos a Al Qaeda tuviera consecuencias negativas para las elecciones presidenciales y que la ciudadanía vinculara el atentado con la política exterior del propio Aznar. Asimismo, Ceberio afirmó que lo sucedido después del atentado había sido “la operación de desinformación más sucia organizada en la prensa española en democracia”.
Estos dos ejemplos se quedan muy pequeños frente a lo que puede hacerse actualmente en materia de desinformación a través de Internet, las Redes Sociales, las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación y con el uso de Inteligencia Artificial. De ahí la trascendencia de la medida anunciada por Mark Zuckerberg.
Se puede cerrar esta colaboración resaltando las consecuencias que la desinformación masiva puede generar, a decir de Alberto Arce en el informe mencionado, invitando a su vez a profundizar en su lectura: aislamiento, polarización, modificación del comportamiento, disminución de la autonomía humana, limitación del pluralismo y de la movilización ciudadana, desigualdad social en el acceso a la información y, por último, el fomento del autoritarismo.
*Doctora en ciencia social; maestra en ciencia política; especialidad en estudios de la mujer (Colegio de México). Licenciada en ciencias políticas y sociales (UNAM).