Im Ayman; Samira Musa; Mirta Anati; Mujeres Divinas; Mujeres De Palestina1
Derechos Humanos, Internacionales, Principales

Im Ayman; Samira Musa; Mirta Anati; Mujeres Divinas; Mujeres De Palestina1

Óscar Camacho Guzmán

“Pero esta es mi tierra y de aquí no me voy a salir. Que se vayan ellos. Yo nací aquí, lo mismo que mis padres y mis abuelos. Esta casa la construimos hace 45 años. ¡Mira el paisaje…! ¡Siente cómo corre el aire de la montaña!… ¿Si fuera tuya esta tierra, no la defenderías igual que yo?» Este texto fue publicado, entre otros relatos, en el libro Palestina, historias que Dios no hubiera escrito.

Si en los próximos años usted se entera de que esta mujer ha sido nombrada Presidenta de Palestina, no se asombre. Porque Im Ayman es capaz de todo. Hasta de llegar a la presidencia de la república en un país musulmán. Con sus 50 años a cuestas y 45 kilogramos de peso, esta palestina de Nablus tiene la fragilidad física de una rosa, pero la fuerza interna de un ejército. Y no es metáfora.

Ella sola, sin nadie más, ha frenado la ocupación de su pueblo, Burín, que pretenden los rabiosos colonos judíos, quienes llegaron a asentarse en lo alto del cerro que domina al poblado. Sola, desde su casa a la mitad de la montaña, se ha convertido en una muralla ante los diarios embates de los rabinos que bajan a diario con armas, granadas, gases lacrimógenos, antorchas y bombas de ruido en mano. Entre el pueblo palestino de Burín y los colonos sólo se interpone ya la casa de Im Ayman. El día que la saquen, los colonos judíos tendrán paso libre hacia las tierras del cerro y del pueblo de Burín.

“Pero eso nunca va a ocurrir. A menos que me maten. Porque de aquí yo solo salgo muerta, asesinada por los colonos judíos. Y ellos lo saben, saben que si quieren estas tierras, tendrán que matarme primero”.

Burín es una comunidad de Nablus, en el norte de Palestina, a la que hace diez años llegó un asentamiento judío que se posesionó de lo alto del cerro, como ocurre con casi todas las colonias judías en los territorios ocupados. Con la arbitrariedad del invasor y el apoyo del ejército, los colonos judíos han ido ocupando más y más tierras de Burín cada día, de la punta del cerro hacia abajo. “Hay como 4 mil hectáreas que el Ejército israelí no deja ya trabajar a la comunidad. Son tierras que están llenas de árboles de olivo. Y de todo ello se quieren apoderar los colonos judíos”.

“No les basta con habernos quitado ya tres pozos de agua; no les basta con arrojar las aguas negras de su colonia al cauce de otros pozos que dan agua a la comunidad; no les importa que esas aguas negras contaminen el agua que tomamos y que ya han provocado que 450 niños y jóvenes se enfermen de hepatitis”.

“No les ha importado tampoco haber matado hace seis meses a tres niños por estar jugando entre los olivos del cerro; ni tampoco haber acribillado al joven Maher Ied con un bazucazo que lo hizo pedazos; como tampoco se tentaron el corazón para llevarse presos a veinte jóvenes y niños de la comunidad”.

“Los colonos de Burín son los más agresivos de los judíos. Los dirige un rabino que ha jurado terminar con todos nosotros”, cuenta Im Ayman mientras camino a su lado, en el costado de su casa que da hacia la punta del cerro. Una casa de dos pisos en la que vive con 14 personas: dos hijos, dos nueras y diez nietos. La casa de la que la han querido correr desde 2002 los colonos judíos.

“La primera agresión fue en 2002. Cuarenta colonos judíos bajaron y rociaron mi casa con galones de gasolina y le prendieron fuego. Como pudimos logramos apagar las llamas y evitamos que entraran. Pero a mi marido le dio un infarto y murió. Y yo me quedé acompañada por una diabetes que me empezó aquella noche, por el coraje y el susto”.

“Luego volvieron a hacer lo mismo meses adelante. Y como no pudieron entrar rociaron las puertas de gasolina y de nuevo prendieron fuego. Pero logré correrlos. Y desde entonces no han parado”.

“Un día bajan y me arrojan piedras; otro, bombas molotov contra la casa; me han quemado 50 árboles de olivo; envenenaron 50 de mis cabras cuando estaban en el monte y también mataron a mi caballo; avientan a la casa gas lacrimógeno o bombas de sonido. Por eso, vea, las ventanas de mi casa no tienen cristales, están tapiadas con madera para protegernos de los ataques”.

“En otra ocasión rompieron el espejo del solar para calentar agua con energía del sol; les echan pintura a las ventanas de mi casa y me escriben leyendas insultándome”.

Imposible que Im Ayman no se vea forzada a hacer una pausa en su relato. Pareciera que algo por dentro está por quebrársele y que en su garganta no hubiera espacio para una palabra más. Pero en sus ojos no hay lágrima alguna.

“Antes me daba miedo, mucho miedo y lloraba mucho. Pero ya no. Ahora ya no. Me les enfrento y les grito: ¡váyanse…váyanse…! Lo único que ahora me mortifica son los niños: Se asustan y empiezan a llorar, y por las noches no pueden dormir y se orinan en las camas”.

“Y también, que desde hace años no puedo ir a ningún lado. Tiene años que no me alejo para nada de mi casa. No pude ni ir a la boda de mis hijos, no vayan a venir los colonos cuando yo no esté y no haya nadie para defender la casa”.

“Pero esta es mi tierra, y de aquí no me voy a salir. Que se vayan ellos. Yo nací, aquí lo mismo que mis padres y mis abuelos. Esta casa la construimos hace 45 años. ¡Mira el paisaje…! ¡Siente cómo corre el aire de la montaña!… ¿Si fuera tuya esta tierra, no la defenderías igual que yo?”.

La plática con Im Ayman termina en la sala de su casa y con un frío vaso con agua de uva. De las paredes de su sala cuelgan fotos con sus hijos, su esposo y sus nietos.

Pero también hay una fotografía y un diploma a los que Im Ayman les ha colocado en un sitio muy especial.

La foto es de ella con Yasser Arafat, el día en que el legendario líder palestino nombró a Im Ayman “La mujer más valiente de Palestina, la mujer que es la guarda de nuestra resistencia en esta zona”, y se lo puso en ese diploma que está al lado de la foto, para que nunca a nadie se le olvide.

“Me gustaría ser como Arafat. Él siempre fue un hombre bueno que luchó por la liberación de Palestina.

Pero además siempre fue un hombre bueno con los palestinos. A mí me gustaría ser como él, me gustaría ser Presidenta de Palestina, para hacer lo que él hizo. Y creo que no lo haría mal”.

* * *

De Samira lo único que podemos ver es su rostro. Cubierta de pies a cabeza, nos abre de par en par las puertas de su casa en Ramallah, pero a su alma —o a lo que de ella le queda—, sólo permite que uno se asome por esa ventana de su vestido que descubre una parte de su cabeza.

A esta mujer palestina que habita un departamento en el centro de refugiados de Al Amari, en la ciudad de Ramallah, los judíos le han arrebatado la vida en dos ocasiones. Y aunque han estado a punto de lograrlo, no han podido acabar con ella.

Pudo ser un lunes, un domingo o cualquier día de la semana la primera vez que le arrancaron la vida. Qué más da el mes o el año. Para ella fue el día en que le mataron a su pequeño hijo Salade Ebrach; y la segunda cuando le encarcelaron con cadena perpetua a los otros tres que trajo al mundo.

Cuatro de sus nueve hijos perdidos en un solo instante. Ella sólo recuerda que a principios de la segunda Intifada (en el año 2000), sus cuatro hijos salieron de casa y le dieron un beso.

“A las pocas horas me vinieron a avisar que mi hijo el más chico había muerto a las afueras de Ramallah, en las manifestaciones de Velour. Que unos francotiradores del ejército judío le habían pegado un tiro en el pecho y lo habían matado”.

“No lo podía creer. No hay madre que espere nunca la muerte de algún hijo suyo. El mundo se me paralizó, y, sin embargo, había que ir por él, reclamar su cuerpo y traerlo para enterrarlo. Lo hicimos en el cementerio de Birch”.

“¿Saben cuántos años tenía mi hijo?… Catorce años con tres meses. Y no, no me siento orgullosa de que mi hijo haya muerto en la lucha, porque mi hijo finalmente fue una víctima. Me hubiera gustado que siguiera vivo, siendo un luchador. Era un niño, no un combatiente. ¿Qué le podían hacer las piedras que él lanzaba, a los tanques de Israel? Pero a las piedras les respondieron con balas. Y una de ellas me lo mató. Y la bala que lo mató a él me alcanzó también a mí”. “La segunda vez que me quitaron la vida fue cuando supe que a mis otros tres hijos se los habían llevado a prisión y condenado a cadena perpetua. La sentencia para ellos fue mi sentencia y su vida cortada, la mía”.

“Cuando eso ocurrió yo tenía 46 años. Y durante cuatro años no los pude visitar ni una sola vez en la cárcel. Las leyes judías no me lo permitieron. No permiten que un condenado a cadena perpetua reciba visitas de su madre si ésta no ha cumplido los 50 años”.

“A Mohamed lo detuvieron cuando tenía 27 años; a Ramsi cuando tenía 25; y a Shadi cuando tenía 22. A Mohamed y a Ramsi los acusaron de haber matado a soldados israelíes. Yo no sé si sea cierto, porque todo el proceso fue irregular. No los dejaron tener abogados, no nos permitieron hablar con ellos. No supimos nada, tan sólo que ya nunca saldrían de la cárcel”.

“Cuando cumplí 50 años me permitieron verlos. Pero nunca les he podido dar de nuevo un beso. Ni una caricia. En la cárcel sólo los puedo ver a través de un cristal y hablar con ellos por un teléfono. Mohamed necesita un trasplante de córneas pero no lo autorizan las autoridades judías. Tampoco me dejan llevarles algún libro, ni un disco, ni un cuaderno para que escriban”.

“Están muertos en vida. Como yo. Sólo espero que mis otros cinco hijos más chicos no vayan a hacer nada para terminar igual. Porque entonces sí, se me acabaría para siempre la vida.”

Bien dice el dicho que uno no es de donde nace sino de donde se hace. Y a quién mejor que a Mirta Anati podría irle esa sentencia humana. Ella nació, creció y vivió en una isla del Caribe más cerca de la luna que de Palestina. Toda su vida le llamaron Amira Paredes en su barrio cubano. Pero a su mundo llegó un día un joven estudiante del medio oriente llamado Tawfic, muy parecido al actor y galán de los años cincuentas Antonio Badú. Y le habló bonito, y ella lo siguió al fin del mundo.

Y cuando conoció la patria de Tawfic supo que quería que fuera la suya. Y Palestina ganó desde entonces una cubana que se cambió de nombre; que se hizo musulmana; que cubrió su hermosa cabellera negra con la vestimenta de la mujer islámica.

Pero, sobre todo, una mujer que en 1998 levantó el primer centro de atención a personas con discapacidades físicas y mentales de Palestina, en el corazón del campo de refugiados Al Amari, llamado Sociedad Palestina para el Cuidado y Desarrollo.

Al Amari es hoy una colonia de refugiados palestinos que hace 60 años llegaron a ese laberinto de estrechas callejuelas, ubicado en Ramallah. La mayoría de ellos procedentes de Belén, donde el gobierno de Israel los despojó de sus tierras y sus casas. Un barrio de gente pobre en el que se vive un drama cotidiano que los palestinos de ahí ocultan como la peor de las maldiciones: los trastornos y discapacidades mentales y físicas de sus hijos e hijas.

Una maldición que los padres atribuyen al destino, a Dios o al mismísimo diablo. Pero que no tiene otra causa más que esa ancestral y vigente tradición árabe de casar a tíos con sobrinas; primos con primas; e incluso hermanos con hermanas, para mantener bajo un mismo apellido el patrimonio familiar.

Antes de 1998 no había en Palestina quien atendiera a esas personas con discapacidades mentales y físicas. Pero Mirta Anati cambió las cosas y hoy el centro da atención a más de 250 personas con discapacidad tan sólo del campo de refugiados de Al Amari.

Y lo hace con una mano atrás y otra adelante, jalando recursos de las mismas rocas si es necesario. Pero ni las grandes y graves carencias hacen que Mirta pierda su sonrisa ni la alegría que lleva en sus genes tropicales.

“Cuando llegué acá me di cuenta de que muchas familias de este campo de refugiados ocultaban a algunos de sus hijos por tener alguna discapacidad física o mental. Y también que las autoridades no hacían nada por este problema. Como si ocultando las cosas o no haciéndole caso, el problema fuera a desaparecer”.

“Junté entonces a varias madres de familia y las convencí de cambiar las cosas. Y en una habitación que nos prestaron empezó el centro de rehabilitación. Con el tiempo fuimos creciendo hasta poder levantar este edificio de tres pisos en el que estamos”.

“Al principio ni la misma gente quería cooperar. Las familias escondían a sus hijos por considerar que era un castigo divino y una humillación. Y los tenían escondidos y en las peores condiciones sanitarias. Cuando levantamos el primer censo fuimos casa por casa y de pronto también nos encontramos con otra realidad: muchas personas con discapacidades físicas productos de los ataques judíos: mutilados por accidentes; personas con parálisis que la polio les dejó; niños ciegos, sordos y ancianos semiparalizados”.

Poco a poco fuimos contando con un censo muy preciso, en el que se halla de todo:

Como Ahmed: sordo de nacimiento que, al no escuchar una orden de alto de un soldado israelí, recibió un disparo en la espalda que lo dejó parapléjico.

O Annia: una chica con ligero retraso mental que del abandono en su casa pasó a convertirse en artista tejedora del punto de cruz.

O Eyad: un niño que nació mudo y al que la alfarería le llena el alma.

O Saed: un hombre al que los vidrios de su oficio le cercenaron su brazo derecho y quien nunca encontró alguien que le reconstruyera los nervios de su brazo y de su mano para volver a trabajar. O Faruk: un anciano sin familia y con alzheimer que se moriría de hambre sin el respaldo de este centro. O bien, Alí: un joven con rasgos autistas que en el centro ha logrado despertar y dar cauce a su gusto por el futbol.

“De verdad que nos ha costado levantar y mantener este centro. Hemos tenido que romper prejuicios y resistencias de la gente y de las mismas autoridades, así como el asunto de los recursos. Pero, además, poco a poco el centro fue dejando de ser sólo un centro para la atención de personas con discapacidad, pues al crear talleres de diversos tipos para la rehabilitación de las personas con discapacidad, también se fueron incorporando otras que querían aprender un oficio para vivir y que encontraban ese oficio en los talleres de corte y confección; de idiomas; de peluquería y estética; de mecánica o electricidad; de cocina”.

“Y eso nos ha permitido otro avance, pues aquí conviven ya personas con discapacidades físicas o mentales con personas que no tienen esos problemas. Y eso ha hecho que las cosas se dejen de ocultar, que se deje de ocultar a las personas en los sótanos de sus casas y que se vean los unos y los otros. Por lo menos aquí se asolean en el patio y tienen atenciones sanitarias”.

“Hoy las tareas y servicios que da el centro son variadas: damos clases de inglés y francés; tenemos consulta de medicina general; damos asistencia escolar; tenemos cursos de diseño gráfico e internet; contamos con una clínica dental a costos módicos; damos clases de educación sexual y asesorías médicas para las embarazadas”.

Pero hay algo que hoy parece tener mucho más contenta a Mirta Anati: los avances en la lucha contra el machismo que provoca mujeres golpeadas, “suicidios femeninos” maltrato psicológico y violencia intrafamiliar.

“Era imposible no atender este asunto. La mujer es el núcleo del hogar aquí en Palestina. Y poco a poco las historias del maltrato empezaron a ser parte de las pláticas cotidianas. Tímidamente al principio, abiertamente después. Así que para animar a las mujeres a cambiar comencé por pegar unos carteles sencillos: “No seas sumisa”; “No soportes los golpes”; “Defiende tu integridad”; “No te dejes violentar”.

Porque, aunque las mujeres palestinas están en la lucha contra la ocupación israelí, en sus entornos familiares son víctimas de violencia física y psicológica por parte de los hombres.

“Es común escuchar casos de mujeres que se ‘suicidan’. Y aunque todo mundo sabe que no fue así, nadie dice lo contrario. Pero se trata de mujeres que se quitaron la vida cansadas del maltrato masculino, o bien que fueron ‘suicidadas’ por una mano que no fue la suya. Hay estadísticas que señalan que en Palestina el 60 por ciento de las mujeres casadas sufre violencia psicológica por lo menos una vez al año; un 20 por ciento que sufre violencia física; y un 10 por ciento, violencia sexual. Y por eso estamos tratando de crear una red de conciencia que involucre a médicos, policías, vecinos y familiares, con el fin de detectar cuanto antes los casos de violencia intrafamiliar, y así, actuar por la vía de la prevención”.

Después de escuchar a Mirta y de recorrer el centro, cualquiera podría afirmar que reciben dinero a manos llenas, pues de otra manera no podrían hacer todo lo que hacen.

Pero no es así: el centro no recibe ayuda del gobierno palestino por encontrarse en un centro de refugiados bajo la jurisdicción de la ONU, y, por lo tanto, los recursos de los cuales vive son mínimos, aportados por algunas ONG y gobiernos extranjeros: la Misión Papal de Jerusalén, el consulado de Francia, la ONU con recursos etiquetados. Muy pocos recursos para tantas cosas que hay que hacer. Y cuando los recursos faltan, las cosas se paralizan.

“Por eso hay meses en los que se tienen que cerrar aulas. Ahora está cerrado el taller de peluquería, el hueco del ascensor sigue siendo un túnel negro, vacío, y los discapacitados se ven obligados a permanecer sólo en la planta baja. La piscina que se construyó con ayuda francesa para los ejercicios de fisioterapia está llena de polvo, hay fondos para pagar una instalación eléctrica que permita tener agua caliente. Los instrumentos de gimnasia acuática yacen junto a la sauna, el complemento para la piscina, que no se ha usado ni una sola vez, los fusibles se disparan con sólo encenderla. no hay sillas de ruedas suficientes y los voluntarios, a veces, traen en brazos a los ancianos hasta el centro”, ha relatado Mirta a diarios locales que la van a ver en busca de un reportaje o de una crónica sobre el centro que fundó allá por 1998, cuando decidió que Palestina sería su nueva patria, al lado de su compañero Tawfic Anati.

*Periodista

1. Texto publicado, ente otros relatos, en el libro Palestina, historias que Dios no hubiera escrito

13 de julio de 2024